Ataraxia, Sergi Pàmies

martes, 19 de abril de 2011
ATARAXIA

El hombre llega al servicio de urgencias. Después de una larga espera, una doctora perjudicada por el estrés le pregunta qué síntomas presenta. Él describe el vértigo, la taquicardia, los ataques de angustia, la permanente sensación de dulzura en la boca y, suponiendo que eso sea posible, en el alma. Lo auscultan. Le toman la tensión. Le examinan las pupilas —convencidos de encontrar pruebas de consumo psicotrópico— y ordenan un electrocardiograma, un análisis de sangre, una ecografía y un TAC. «Para descartar», le dice la doctora sin entender que, mientras no lleguen los resultados, el hombre alimentará las hipótesis más adversas. En las horas posteriores, alterna momentos de autocontrol y de pánico. Tumbado en la camilla, busca en los males de los demás pacientes consuelo para animarse. Cuando le sacan sangre, procura no mirar la jeringa. Cuando le introducen dentro del cañón radiológico que debe inspeccionarle el cerebro, memoriza lo que acaba de leer en un cartel informativo de la sala de espera: «la tomografía axial computerizada —TAC— explora, de manera incruenta, regiones antes inaccesibles». En el momento de informarle, la doctora le transmite una inexperiencia que se desvanece cuando le comunica que, en adelante, se ocupará de su caso un cirujano que, al llegar, aporta un punto de vista mucho más resuelto y sensato. El tono de voz, la confianza en sí mismo, el dinamismo, todo suma, hasta el punto de que, aunque no sabe exactamente qué le han encontrado, el hombre ya desea que le operen. El cirujano quiere saber cuándo comió por última vez, pide que localicen al anestesista y le cuenta, muy por encima, la naturaleza de sus males. Por lo que el hombre llega a entender, sus constantes vitales y los análisis obligan a intervenir de inmediato: en la ecografía aparece una imagen que podría confirmar algunos de los marcadores sanguíneos adversos. En otras circunstancias, seguirían haciendo pruebas pero, confrontados los pros y los contras, prefieren equivocarse por acción que por omisión. La persuasión pedagógica del cirujano surte efecto. Si estar en buenas manos signfica algo, así es como se siente. Cuando lo trasladan a la zona de quirófanos, el paisaje se modifica: allí nadie protesta, ni se lamenta, ni delira, y la enfermera que le introduce una vía de alimentos y medicación en la vena tiene una actitud reconfortante. Durante la operación, el hombre acumula percepciones que no recordará once horas más tarde, cuando recupere la conciencia. Si pudiera analizarlas, se daría cuenta de que no ha vivido ningún peligro y que las sensaciones han sido más sonoras que visuales, como si su cerebro fuera una radio incapaz de mantenerse en un determinado punto del dial: melodías interrumpidas, interferencias, aplausos, señales horarias, nada que guarde relación con los sueños o los efectos de la fiebre. Al despertar, nota la mordedura de los puntos en la cicatriz. Le duele tragar saliva —pero, por lo menos, ya no es dulce—, y concentrarse en lo que le dice el cirujano aún le duele más. A juzgar por el tono de voz y la expresividad de la mirada del doctor, el hombre interpreta que la operación ha sido un éxito y que, cuando empiece a recuperarse, ya tendrán oportunidad de comentarlo. A través de lo que escucha a su alrededor, deduce cuáles deben ser las prioridades inmediatas: descansar y dormir. Cuanto más dueme, sin embargo, más cansado se siente, hasta que, pasado un tiempo incuantificable, ya no se limita a dejarse llevar por la extenuación sino que participa con fugaces descargas de voluntad. A partir de ese momento todo se acelera. Le quitan los puntos y la sonda, le ayudan a levantarse, le cambian de dieta y lo someten a una fisioterapia de recuperación. El hombre responde a los tratamientos y, cuando se aburre, revive mentalmente la visita informativa del cirujano. Llevaba un frasco de cristal con dos masas deformes dentro sumergidas en formol, como babosas hipertrofiadas por una mutación de laboratorio. «Esto es lo que ha estado a punto de acabar con usted», recuerda que le contó el cirujano con la satisfacción del cazador que regresa a casa con un jabalí. El hombre contempló las babosas —una verde, la otra amarillenta— con una expresión de repugnancia y de incredulidad y, antes de que pudiera preguntar nada, el especialista respondió: «Son la nostalgia y la esperanza. En según qué organismos, pueden desarrollarse hasta anular las otras funciones vitales y provocar una muerte extremadamente dolorosa.» Dos semanas más tarde, mientras se cambia para ponerse la misma ropa que llevaba al llegar al hospital, el paciente mira por la ventana. Una avioneta publicitaria sobrevuela la ciudad arrastrando la sonrisa de un candidato. El hombre comprueba que lleva las llaves y la cartera y se sorprende de que esté todo. Se despide de las enfermeras, se lleva el informe, agradece las atenciones recibidas y, como el ascensor no funciona, baja por las escaleras despertando las agujetas propias de la convalecencia. En el momento de darle la dirección al taxista, no siente nada en especial. Por la ventanilla, ve desfilar edificios, monumentos, vehículos mal aparcados y contenedores. Como le han extirpado la nostalgia, no le pesa la inercia hacia unos recuerdos alterados por el poder transformador de la memoria. Como no tiene esperanza, no invierte ninguna energía en proyectarse hacia un futuro improbable. Liberado de la dulzura física y anímica que tanto le torturaba —había llegado a combatirla con cucharadas de mostaza—, saborea su saliva, felizmente insípida.


Nostalgia del infinito, Giorgio de Chirico



Sergi Pàmies, La bicicleta estática, Anagrama, Barcelona, 2011, pp. 73-77.

2 comentarios:

marian dijo...

Acabo de leer el relato de Pàmies y me ha impresionado.
Gracias por compartirlo.

Raquel Vázquez dijo...

angela:

Gracias por comentar. En el blog podrás encontrar algún relato más de Pàmies, tanto de su último libro como de obras anteriores.

Y en este enlace, otro más de La bicicleta estática:

http://palabrasmaldichas.blogspot.com/2011/04/supervivencia-sergi-pamies.html