[Me despiertan unos pasos...], Sergio del Molino

viernes, 31 de mayo de 2013


   Me despiertan unos pasos aturullados en el pasillo. Al principio los confundo con un sueño, pero enseguida me desvelo por completo. Me tapo con la sábana hasta la barbilla y me quedo muy quieto. Más pasos, carreras. Puertas que se abren, más carreras. Un llanto de mujer. Al principio, ahogado. Ingobernable, después. Más carreras. Deben de haber llamado a todos los médicos y enfermeras del hospital. Órdenes, palabras rápidas, frases de urgencia. Y, al fin, las ruedas de una cama o de una camilla. A toda velocidad. Cierro los ojos cuando siento que pasan por delante de la puerta de la habitación. Desaparecen fuera de la planta, hacia la salida que da a los quirófanos, pero el llanto de mujer persiste. Lo acompaña la voz de una auxiliar que ya conozco. Dice: Venga, ya, tranquila, ya está, ya está, no te asustes, que ya está controlado. Pero la mujer no deja de llorar. Se mete en su habitación y el llanto se atempera, aunque sigo oyéndolo durante un buen rato. No me muevo, no me atrevo a salir de la cama, ni siquiera puedo girar la cabeza para ver a Pablo, cuya bomba escucho a intervalos regulares y pautados. Ya no puedo dormir. Tengo ganas de llorar, pero no quiero que me oiga esa madre. Pablo duerme incómodo, le oigo moverse, aunque no se despierta. La luz del sol ya se filtra por los agujeros de la persiana. La tregua ha terminado y ahora sé perfectamente dónde estoy y qué idioma se habla aquí.


Sergio del Molino, La hora violeta, Mondadori, Barcelona, 2013, p. 32.

El tiempo, otra vez; Karmelo C. Iribarren

jueves, 30 de mayo de 2013
Silencio, Hengki Koentjoro

EL TIEMPO, OTRA VEZ

Qué está pasando
—me pregunto—,
estamos casi en junio
y no hacen más que llegarnos
—uno
detrás
de otro—
días grises.

Ni que se hubiesen quedado
sin pintura azul

ahí arriba.


                   Karmelo C. Iribarren

[Nadie se atreve a tocar nada], Miguel Ángel Hernández

lunes, 27 de mayo de 2013


   Pero a nadie se le iba a ocurrir mirar en el interior de la caja. Nadie iba a profanar una obra de arte. Al fin y al cabo era arte. Y el arte tiene secretos y enigmas. No podemos pretender entenderlo todo. Aunque lo que haya para entender sea lo más real, lo más cercano, aunque todas las distancias hayan sido abolidas…, en el fondo siempre hay una barrera invisible que separa al espectador de lo que está viendo, en el fondo, lo que vemos es siempre lo que nos mira, y en el fondo, nadie se atreve a tocar nada. Porque el arte sigue siendo sagrado. Y porque nadie en misa abre el sagrario para ver si realmente allí se encuentra el cuerpo de Cristo, porque nadie sube al escenario a desvelar los secretos del mago y ver qué se oculta detrás de sus trucos. Porque nadie se atreve a rasgar la iconostasis. Porque tememos que, si lo hacemos, todas las cosas se esfumen para siempre. Quizá porque, en el fondo, todos tememos desvanecernos si se demuestra que, en realidad, nadie puede desaparecer por arte de magia.


Miguel Ángel Hernández, Intento de escapada, Anagrama, Barcelona, 2013, pp. 221-222.

[Los ojos...], René Char

domingo, 26 de mayo de 2013


Los ojos solos son aún capaces de lanzar un grito.


René Char, Las hojas de Hipnos, Visor, Madrid, 1973, p. 37.

[El interrogante...], Rafael Chirbes

sábado, 25 de mayo de 2013
Imagen de familia #13, Sally Mann


   El interrogante que más me duele: ¿se desearon hasta el final? (…) Ya no hay quien pueda saberlo. Forma parte de lo que no sé ni podré ya saber, como los nombres que perdí en el camino y cuyo olvido tanta estúpida angustia me produce en la madrugada (…). Mi despertar sobresaltado. En mitad de la noche, me vuelve la imagen de ellos dos entrelazados, un solo cuerpo, y siento que me ahogo. Otra noche más. Me incorporo en la cama, busco a ciegas el interruptor de la luz. Me anega lo que se escapa por esa grieta abierta en la compuerta que almacena mi memoria, el depósito de lo que fue y está yéndose. Sólo lo más doloroso parece destinado a permanecer.


Rafael Chirbes, En la orilla, Anagrama, Barcelona, 2013, pp. 47-48.

Así son las cosas, Hugo López Araiza Bravo

viernes, 24 de mayo de 2013

ASÍ SON LAS COSAS

   Acostado en la azotea, el ciego se imagina las estrellas. Se las figura cálidas, afinadas en La y con sabor a mandarina. Sin embargo, si alguien pregunta, contesta que las ve blancas y brillantes. Son palabras que no entiende, pero las dice para no contrariar.


Hugo López Araiza Bravo, Infinitas cosas, Alfaguara, 2011, México D.F., p. 87.

Y me mirabas, Karmelo C. Iribarren

jueves, 23 de mayo de 2013

Y ME MIRABAS

Fuiste despojándote de todo
hasta quedarte
solo tú
en ti
desnuda en la carne
de tu alma

Tu piel
chorreaba
fuego

Y me mirabas
llamándome
al mismísimo centro
de la combustión


                     Karmelo C. Iribarren

Comme un Légo, Gérard Manset & Alain Bashung

martes, 21 de mayo de 2013

COMO UN LEGO

Es un campo extenso en ninguna parte
con hermosos puñados de dinero,
la lente de un microscopio
y todas esas criaturas que corren.

Porque todos atienden a su destino,
grande o pequeño,
como en los siglos egipcios,
con tanta penuria.

Llevando mil veces su peso sobre él,
bajo el calor y entre el viento,
bajo el sol o por la noche.
¿Puedes ver a esos seres vivos?

Alguien inventó este juego
terrible, cruel, seductor.
Casas, lagos, continentes,
como un Lego con viento.

La debilidad de los todopoderosos
como un Lego con sangre.
La fuerza multiplicada de los perdedores
como un Lego con dientes,
como un Lego con manos,
como un Lego.

¿Ves a todos esos humanos?
Bailan juntos cogidos de la mano,
besándose en la oscuridad su pelo rubio
para no ver cómo serán mañana.

Porque aunque la tierra es redonda
y ellos se aferran a ella,
más allá sólo está el vacío.
Sentados delante de las sobras de patatas fritas,
negro sideral y algún plato de amebas.

Todas las capitales se han vuelto idénticas
dimensiones de un mismo espejo.
Vestidas de acero, vestidas de negro,
como un Lego, pero sin memoria.

¿Por qué no me contestas nunca?
Bajo este mango de más de diez mil páginas
te columpias dentro de esta jaula.

Para ver el mundo tan alto
como un tablero, como un Lego,
como una balsa insumergible,
como un insecto que podría tumbarse de espaldas.

Es un campo extenso en ninguna parte
con hermosos puñados de dinero,
la lente de un microscopio:
miramos, miramos adentro.

Vemos todas las pequeñas cosas que relucen,
son personas y sus camisas.
Como durante todos estos siglos de larga noche,
en el silencio o en el ruido.


                                        Gérard Manset (letra & música) 



Alain Bashung, Bleu pétrole, 2008.

[Todo debiera ser liso...], Roberto Juarroz

domingo, 19 de mayo de 2013
21 gramos, Kasia Derwinska

Todo debiera ser liso.

¿Qué es esto de los pozos urgentes
y las formas que sobresalen
como impúdicas protuberancias?

¿Qué es esto de las voces altas como ciudades
y las voces bajas como el cansancio?
¿Qué es esto arenoso que llamamos amor
y esto más o menos macabro que llamamos el odio?

Para estatuas anónimas
—y no hay otras—
bastan las que se llevan las nubes.

Para caricias perdidas
—y no hay otras—
basta la que se apaga en la distancia
que hay entre el pensamiento y el fuego.

Y para tropezar
basta la muerte.


Roberto Juarroz, Poesía vertical, Cátedra, Madrid, 2012.

[Luna esta noche...], Ozaki Hōsai

sábado, 18 de mayo de 2013



Luna esta noche;
la contemplo yo solo
y me acuesto.


                                                    Ozaki Hōsai


Patricia Donegan & Yoshie Ishibashi (editoras), Haikus de amor, Dojo, Móstoles, 2012, p. 38.

[El poder], Rafael Chirbes

viernes, 17 de mayo de 2013


   Me he movido en las rutas del pantano desde que soy capaz de establecer recuerdos. Me mostró mi tío el manejo de la escopeta cuando apenas tenía once o doce años: por entonces, los niños madurábamos temprano; con nueve o diez años ayudábamos en el campo, en la obra, en los talleres. El impacto que me produjo el primer disparo me dejó un moratón en el hombro y casi me tiró al suelo. Como es de suponer, erré el tiro, así que me volví muerto de vergüenza hacia él. Creía que iba a burlarse de mí, pero no, no se rió, como yo me temía, sino que me pasó la mano por la cabeza, me frotó el pelo y me dijo: acabas de adquirir el poder de lo que está vivo muera, un poder más bien miserable, porque el verdadero poder —y ése no lo tiene nadie, ni Dios, lo de Lázaro no se lo creyó nadie— es devolver a la vida lo que está muerto. Quitarla es fácil, eso lo hace cualquiera. Lo hacen a diario en medio mundo. Abre el periódico y lo verás. Incluso tú puedes hacerlo, lo de quitar la vida, siempre, claro está, que mejores un poco la puntería (ahí sí que sonrió y afiló, guasón, las comisuras de los ojos grises y vivos, el buen humor los rodeaba de una telaraña de pequeñas arrugas). El hombre que ha sido capaz de levantar edificios, de hacer desaparecer montañas enteras, de abrir canales y de cruzar puentes sobre el mar, no ha conseguido que vuelva a levantar los párpados un niño que acaba de morir. A veces lo más voluminoso y pesado es lo más fácil de mover. Piedras enormes en la caja de un camión, vagonetas cargadas de metales pesados. Y fíjate, lo que guardas dentro de ti, lo que piensas, lo que deseas, que, al parecer, no pesa nada, no hay forzudo que sea capaz de echárselo al hombro y cambiarlo de sitio. No hay un camión que lo mueva. Conseguir que te llegue a querer alguien que te desprecia o a quien eres indiferente es bastante más difícil que tumbarlo a porrazos. Los hombres pegan por impotencia. Creen que pueden conseguir por la fuerza lo que no son capaces de conseguir con la ternura, con la inteligencia.


Rafael Chirbes, En la orilla, Anagrama, Barcelona, 2013, pp. 47-48.

Tinta, David González

miércoles, 15 de mayo de 2013
TINTA

Mi otro abuelo
estuvo preso en Oviedo.
En la cárcel provincial.
Después de la guerra.

Todas las mañanas
colgaban una lista
en la puerta de entrada de la cárcel.
En esa lista estaban escritos
los nombres y los apellidos
de todas las personas
a las que el día anterior
habían puesto contra el paredón
o dado muerte
mediante garrote vil.
Imagínate a tu abuela,
me decía mi padre,
sin saber leer ni escribir,
conmigo en brazos,
preguntando a gritos
a las otras mujeres
si tu abuelo
se había convertido

en tinta.

                                 David González


Gsús Bonilla & José Ángel Barrueco (eds.), Disociados: antilogía, Ya lo dijo Casimiro Parker, Madrid, 2013 p. 193.

[Animal moribundo], Miguel Ángel Hernández

martes, 14 de mayo de 2013
El espejo del destino, Anton Semenov


   Aquella noche odié a Helena con todas mis fuerzas. Entré en el aseo y me quedé allí un buen rato mirándome al espejo. Mi alopecia precoz, mi barriga y mi estatura no eran un arma contra los músculos del modelo. Era una batalla perdida. Mi ejército no tenía nada que hacer. Maldije mi imagen y, sosteniendo la mirada en el espejo, pensé en aquel momento que daría todo mi conocimiento y mis capacidades intelectuales por tener el cuerpo de Francisco. Hay momentos —pensé— en que saber hablar, leer o poder escribir no sirve absolutamente de nada. Nadie se folla a las mentes. Lo que decía el personaje de Eusebio Poncela en Martín (Hache) era mentira. Luego, para tomar café y hablar de cine, la cosa cambia. Pero, en el momento de la verdad, lo que vale es la naturaleza, no la cultura. Eso al menos es lo que yo pensaba en esos momentos. Y me acordé entonces de El animal moribundo, la novela de Philip Roth que había leído no hacía mucho. En una escena en la que me había visto reflejado, el profesor David Kepesh siente envidia de los cuerpos jóvenes y lozanos de los bailarines que seducen a Consuelo, la estudiante de la que se ha enamorado. Piensa entonces el animal moribundo que cambiaría toda su inteligencia, todos sus premios y todos sus libros por poder contonearse así, por poder seducir físicamente a una mujer, por ser un cuerpo fuerte y vigoroso. En cierta manera, aquella noche me vi como Kepesh, reduciéndolo todo a lo más animal, renegando de mi cuerpo fofo y contrahecho, y anhelando los músculos del modelo. Y quise cambiar todas mis matrículas de honor por un minuto de ese cuerpo. Al fin y al cabo, pensaba yo entonces, la sabiduría y la inteligencia eran simplemente estrategias que teníamos que utilizar algunos para paliar nuestra falta de biología. El camino más largo y más lastimoso. Y además, siempre frustrante. Porque en el último momento, en el momento de mayor animalidad, cuando hay que satisfacer sexualmente a una mujer, no sirve de nada haber leído a Heidegger y a Derrida. El sexo nos iguala. En ese momento, lo único que cuenta es el cuerpo. Y desde luego, en ese terreno de juego, el torso esculpido de Francisco ganaba por goleada a mi vientre flácido y caído que casi no me permitía verme la polla.
   Frente al espejo, me vi como un animal moribundo de sólo veintidós años. Y pensé que lo que me ocurría era incluso peor que lo que le sucedía a David Kepesh. El protagonista de la novela de Roth recuerda su juventud y anhela su atractivo, su vigor y su lozanía. Realmente, es un libro sobre la nostalgia de lo que una vez se tuvo y se perdió, sobre la extinción y la degradación. De lo que trataba al final El animal moribundo era de la vejez y de la pérdida de la potencia del cuerpo.
   Por un momento me imaginé a mí mismo mayor y anciano y pensé que ni siquiera entonces llegaría yo a sentir la nostalgia de Kepesh. Mi cuerpo era joven, pero no era ni mucho menos apetecible. No iba a poder jamás escribir unas memorias llenas de experiencias sexuales y añorar la juventud del cuerpo fuerte y vigoroso. No. Yo era un viejo de veintidós años. Y el cuerpo me había sido prohibido.


Miguel Ángel Hernández, Intento de escapada, Anagrama, Barcelona, 2013, pp. 143-144.

[Desnudo, expuesto...], Carlos Barbarito

lunes, 13 de mayo de 2013


Desnudo, expuesto a la radiación del día.
Se tuerce la hierba en dirección opuesta al viento,
luego de ser pisada por dioses torpes
y alguna que otra bestia.
Duele. Es un dolor sin especie, sin mancha.
Un dolor que mata de otra muerte,
casa vacía en la tormenta, río inmóvil
donde el olvido es lo único que dura.


                                                  Carlos Barbarito

[Registrar], Maximiliano Barrientos

domingo, 12 de mayo de 2013
 Amanecer en una mañana fría, Pierre Pellegrini


   Kafka creía que un diario no indica quién es el autor, indica en lo que se está transformando. Registrar para no perderse del todo. Registrar para saber por dónde hay que volver, para dejar marcas en la nieve.


Maximiliano Barrientos, Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, Periférica, Cáceres, 2011, p. 94.

Lo que ella no pudo contarle, Denise Levertov

miércoles, 8 de mayo de 2013


LO QUE ELLA NO PUDO CONTARLE

Quise
conocer cada una de tus vértebras, todos
los poros de tu piel,
el vello ensortijado de tu cuerpo.
Permitir que
toda mi piel, las manos,
tobillos, hombros, pechos,
mi sombra incluso,
se fundieran por siempre
con cuanto siendo tuyo
no podré conocer.
Acunarte en tu sueño.



Denise Levertov, Antología poética, Hiperión, Madrid, 2013.

[Elegir la hora], Miguel Ángel Hernández

martes, 7 de mayo de 2013
Tiempo, Hideki Shiota


   Después de colgar, me quedé un momento abstraído en la cabina, resguardado por una privacidad extraña. Hablar desde allí era como dar un salto al pasado. (…)
   Las cosas eran ahora diferentes y todo había cambiado. Eso fue lo que pensé en un primer momento. Pero enseguida me di cuenta de que ese cambio no se había producido del todo, al menos no en todos los lugares. Observé con detenimiento el locutorio y advertí que allí la gente seguía «yendo a llamar» y que, para ellos, ese lugar seguía estando más cerca de casa que otros sitios. Allí pervivían aún modos de experiencia que en otros lugares habían desaparecido. Era como si las cosas se movieran a diferentes velocidades y no desaparecieran del todo, como si todo se solapase y los mundos se entrecruzasen unos con otros. No tenía más que mirar a mi alrededor. En el locutorio se daban la mano todos los tiempos. El videochat convivía con el envío de dinero, el e-mail con las postales, la impresión de imágenes digitales con las fotografías que se recibían y se revelaban, los DVD y los CD con las cintas de casete y los vídeos VHS. Y todo funcionaba y seguía sirviendo a su propósito original. No había lugar para la obsolescencia. El tiempo era allí múltiple y complejo.
   Miré de nuevo los relojes en la pared con los diversos husos horarios y pensé que aquella hora no sólo era la hora cronológica, sino que en aquel tiempo iba implícito mucho más. En el fondo, todo era una cuestión de tiempo. Tiempo de espera, tiempo de trabajo, tiempo de experiencia, tiempo de vida. Migrar, pensé, es moverse en el espacio, ir de un lugar hacia otro, pero, incluso más que eso, es también moverse en el tiempo. El inmigrante es, lo tuve claro en aquel momento, un viajero que atraviesa el tiempo y que siempre habita una hora que no es la suya. Y es que entre todos los relojes que poblaban la pared había uno que ofrecía una hora que dominaba las demás: el reloj con la bandera de España, que marcaba la hora a la que había que ajustarse. Ésa era la medida de las cosas. Ése era el tiempo que reinaba en el afuera. Aunque allí, entre todos los relojes, era un tiempo más. Quizá, como decía el joven del locutorio, todavía uno podía elegir la hora.


Miguel Ángel Hernández, Intento de escapada, Anagrama, Barcelona, 2013, pp. 88-89.

[Nos derrumbamos...], Roberto Juarroz

lunes, 6 de mayo de 2013

Nos derrumbamos
sin perder siquiera la costumbre de nuestros gestos,
por ejemplo mantener los ojos abiertos,
la mano en la posición que toma cuando amamos,
el hueso en su silencio,
la boca en la inminencia
de decir o callar algo.

Tal vez nos derrumbamos
sin que caiga lo que cada uno es
y eso siga flotando como una serie de espasmos
algo más furtivos por el aire.

Puede ser que los gestos que se aprenden no se pierdan,
aunque sí su aprendiz.
Si es así,
quizá alguna palabra entre muchas
puede haber sido dicha para siempre.


Roberto Juarroz, Poesía vertical, Cátedra, Madrid, 2012, p. 226.

Enciende, sintoniza, desconecta; Roger Wolfe

sábado, 4 de mayo de 2013
Tormenta del alma, Julie de Waroquier


ENCIENDE, SINTONIZA, DESCONECTA

Estaba en la cama pensando
cómo sería morirme.
Cómo sería de verdad.
Mi cadáver encontrado en un hotel
a cientos de kilómetros de nadie
que me conociera.
Llevado a la morgue.
Puesto en el mármol o el metal
y lentamente cortado en rebanadas.
¿Dónde entonces estaría
el «yo» que llamo «yo»?          

Mi mente
se disoció de pronto de mi cuerpo
y me vi allí tumbado,
desde fuera.          

Me han dicho que eso,
cuando estás de ácido,
ocurre muchas veces.          

Nunca he llegado a esos extremos
así que no tengo ni idea.          

Me dormí pensando:
«Ya está. Ya no me despierto.
Mañana ya no me despierto.
Se ha acabado.
Se acabó».          

Y aquí me encuentro ahora.          

Escribiendo esto en un papel.



Roger Wolfe, El hombre solitario, 20/04/13.

La política y el arte, Les Murray

viernes, 3 de mayo de 2013

LA POLÍTICA Y EL ARTE

La política salvaje,
igual que el arte mediocre,
sabe a quién atribuir todas las culpas.



Les Murray, Australia, Australia. Antología poética, Lumen, Barcelona, 2000, p. 127.

[La sangre del otro], Miguel Ángel Hernández

miércoles, 1 de mayo de 2013
Sick. Vida y muerte de Bob Flanagan, de Kirby Dick (fotograma)


   Al acabar la película, alguien encendió las luces. Junto a la pantalla, apoyada en la mesa, estaba ella, Helena, vestida de negro, con el pelo oscuro, el flequillo largo, el rostro afilado, la tez pálida, frágil, débil, ojerosa, como si estuviera enferma, como si hubiera escapado de alguna de las performances de Flanagan.
   Con la voz quebradiza y llena de aire, dijo:
   —¿Reacciones? —Y se quedó mirando hacia el aula buscando alguna respuesta. Nadie contestó.
   De nuevo:
   —¿Nada que decir?
   Sólo algunos murmullos. Indistinguibles. Luego, llegaron las palabras.
   —Una puta locura.
   —Habría que encerrarlo.
   —Locos hay en todas partes.
   Todos parecían estar de acuerdo. Flanagan era un perturbado. Estaba loco. No era un artista. Esa película no debería mostrarse. Yo comprendía sus comentarios. Había algo en las imágenes capaz de trastornar a cualquiera. Pero intuí también que había algo allí que estaba más allá de la locura. Algo que merecía la pena. Lo percibía, lo tenía claro. Por eso decidí intervenir.
   Esbocé mi argumento en un papel, como si fuera un discurso, levanté la mano y comencé a hablar con más temor que otra cosa:
   —Lo que yo pienso —dije— es que si la imagen nos sorprende y nos indigna es porque no la esperábamos. Todo lo contrario de las imágenes crueles de la televisión. Con ésas estamos acostumbrados a convivir.
   Mis compañeros me miraron. Pocos compartían lo que estaba diciendo. Miré a Helena. Y ella sí que parecía seguir la argumentación. Así que continué. Y dije que esas imágenes terribles formaban parte básica de nuestra dieta y que nadie quizá pudiera ya hacer bien la digestión sin la sesión diaria de niños hambrientos, madres doloridas y cuerpos desmembrados. Dije que era posible que la comida no nos sentase tan bien sin esa especia que condimentaba nuestros alimentos. Sal, aceite, vinagre y, por supuesto, sangre, vísceras, brazos, piernas y llantos. Alguna satisfacción interior debíamos de encontrar en esas imágenes si las seguíamos viendo, si continuábamos comiendo como si nada y no tomábamos las armas y nos poníamos a pegar tiros en la calle y a poner las cosas en su sitio.
   Me emocioné con la intervención. Y aunque quería parar ya, no encontraba la manera de hacerlo. Siempre me ha costado trabajo comenzar a hablar, pero muchas veces me ha sido más difícil dejar de hacerlo.
   —No creo que estemos cegados por la imagen y que ya no veamos nada —continué—. No son los medios los que nos engañan. Somos nosotros los culpables, los que en el fondo queremos comer con este fondo de imágenes. Somos vampiros que gozamos con la sangre y sólo nos parece que nuestra existencia tiene sentido cuando advertimos que el otro es una puta mierda y que se hace trizas cada dos por tres. La pantalla nos mantiene a salvo. Y a veces fingimos que nos conmovemos. Pero no nos conmovemos una mierda. A veces soltamos incluso una lágrima. Y la lágrima cae sobre la sopa, y entonces volvemos a comer, y observamos que la sopa está más gustosa y que con nuestras lágrimas todo sabe mejor. Pero no son nuestras lágrimas. Es la sangre del otro, la sangre derramada. Ésa sí que es salada. Ésa sí que condimenta. Nuestras lágrimas son una puta mierda al lado de esa sangre que condimenta.
   Tras decir esto quedé exhausto, como si me hubiera sacado de dentro algo que llevaba mucho tiempo ahí metido. Nadie dijo nada. Algún resoplido. Miradas al pupitre. Breves segundos de silencio. Eternos. Y sólo al final Helena agradeció la intervención.


Miguel Ángel Hernández, Intento de escapada, Anagrama, Barcelona, 2013, pp. 22-24.