Último día de marzo, Javier Vela

martes, 31 de marzo de 2009


ÚLTIMO DÍA DE MARZO

Cruza sobre la palma de mi mano
un tren de lejanías imprevistas.

Puedo sentir el tacto metálico del hierro,
su cremallera enorme
como un cine.

Sé que no son raíles, sino estelas
de trenes anteriores, al pasar.

Y algo que no conozco todavía
se desabrocha en mí.

Viajar en tren, dormir, soñar acaso.

Confusamente oír que hemos llegado
a la última estación, y no es la mía.



Javier Vela, Imaginario, Visor, Madrid, 2009, página 18.

Para qué sirve la lectura, Cristina Peri Rossi

sábado, 28 de marzo de 2009


PARA QUÉ SIRVE LA LECTURA


Me llaman de una editorial
y me piden que escriba
cinco folios sobre la necesidad de la lectura

No pagan muy bien
¿quién podría pagar bien por un tema así?
pero de todos modos
necesito el dinero

así que enciendo el ordenador y me pongo a pensar
sobre la necesidad de la lectura
pero no se me ocurre nada

es algo que seguramente sabía cuando era joven
y leía sin parar
leía en la Biblioteca Nacional
y en las bibliotecas públicas

leía en las cafeterías
y en la consulta del dentista

leía en el autobús y en el metro

siempre andaba mirando libros

y me pasaba las tardes en las librerías de usados
hasta quedarme sin un duro en el bolsillo

tenía que volver a pie a casa

por haberme comprado un Saroyan o una Virginia Woolf

Entonces los libros parecían la cosa más importante de la vida

fundamental

y no tenía zapatos nuevos
pero no me faltaba un Faulkner o un Onetti
una Katherine Mansfield o una Juana de Ibarbourou


ahora la gente joven está en las discotecas
no en las bibliotecas

yo me hice una buena colección de libros
ocupaban toda la casa

había libros en todas partes
menos en el retrete

que es el lugar donde están los libros
de la gente que no lee

a veces tenía que seguirle durante mucho tiempo
las huellas a un libro que había salido en México
o en París

una larga pesquisa hasta conseguirlo

No todos valían la pena
es verdad
pero pocas veces me equivoqué
tuve mis Pavese mis Salinger mis Sartre mis Heidegger
mis Saroyan mis Michaux mis Camus mis Baudelaire
mis Neruda mis Vallejo mis Huidobro
para no hablar de los Cortázar o de los Borges

siempre andaba con papelitos en los bolsillos
con los libros que quería leer y no encontraba

por allí andaban los Pedro Salinas y los Ambrose Bierce
la infame turba de Dante

pero ahora no sabía decir para qué maldita cosa
servía haber leído todo eso

más que para saber que la vida es triste

cosa que hubiera podido saber sin necesidad de leerlos


Cuando habían pasado cinco horas yo todavía no había escrito
una sola línea
así que me puse a escribir este poema
Llamé a los de la editorial
y les dije creo que para lo único que sirve
la lectura
es para escribir poemas

no puedo decirles más que eso

entonces me dijeron que un poema no servía,
que necesitaban otra cosa.



Cristina Peri Rossi, Playstation, Visor, Madrid, 2009, pp. 23-26.

Viento de poniente, Vicente Gallego

viernes, 20 de marzo de 2009


VIENTO DE PONIENTE

Mientras prende el crepúsculo
en la espalda de agosto su silenciosa brasa,
recogido en el cántaro que es el tiempo en la noche,
contra tu dicha escuchas
tropezar obstinados unos élitros negros.

En la corola bebe
de una luz rozagante esa fe laboriosa
que fabrica la miel de tu alegría.
Y aunque cierres los ojos, aunque no quieras verla,
en el mismo panal que alimenta tu sueño
a escondidas desova la famélica sombra.

Aunque no la merezcas,
aunque logre ahuyentarla todavía
de tu horizonte limpio ese fértil vigor
que el abono se quiere
de un cumplido clavel apretado de aroma,
un día ha de venir para quedarse,
y entonces cerrarás desarmado los ojos,
y en el reverso frío de tus párpados secos
con nitidez hiriente contemplarás al fin
el vuelo tortuoso sobre un cielo arrasado
de la negra libélula.




Vicente Gallego, Santa deriva, Visor, Madrid, 2002, p. 45.

Eclipse, Carlos Salem

viernes, 13 de marzo de 2009

ECLIPSE
Para Arturo Martínez

Gregor Sotanovsky se asumía distraído, se gustaba especial, se odiaba diez minutos al día.

Excepto los jueves.

Porque los jueves sacaba de paseo a los relojes, y al verlos trotar alegres por el parque, olvidaba controlar el momento en que le tocaba comenzar a odiarse y después ya no había manera.

Gladys Repolletti se temía aburrida, se sospechaba lujuriosa, se convertía en ruiseñor cuando el otoño desnudaba árboles. Y luego los bomberos tenían que venir a bajarla, porque desafinaba bastante y sufría de vértigo.

Se enamoraba siempre de un bombero diferente, que correspondía a su pasión durante seis peldaños, y luego, aburrido, la dejaba caer.

Él era apocado, achatado en los polos, oblongo en la melancolía, suspiraba hacia adentro y se alimentaba de cáscaras de pipas.

Ella era oronda por parte de padre y ubicua por parte de madre, lloraba cuando le venía la risa, y volvía a llorar cuando la risa se le iba.

Él hubiera sido un sabio muy famoso si su distracción no lo hubiera dejado en el estado de anónimo ignorante. Pero como no sabía ni siquiera eso, era feliz. Y cuando tocaban el timbre de su casa para venderle tranvías, primaveras o vientos alíseos embotellados, siempre creía que el que llamaba era un sueco que venía a entregarle el Nobel.

Ella hubiera sido una amante de novela si su tendencia a aburrir a quien se acercara a menos de un metro de distancia no la hubiera condenado al estado de excitación frustrada. Y cuando por su ventana abierta a la noche cantaba un búho, ella creía que era un fornido bombero que ardía de deseo por su cuerpo, y tenía un orgasmo de grado siete en la escala Mercalli, o un ataque de acidez estomacal, nunca estaba segura.

Él vivía en un edificio de amplios ventanales, pero como estaba enfadado con el sol desde que era niño, a cuenta de no sé qué historia de un rayo perdido en el arroyo, nunca se asomaba a la ventana antes del crepúsculo, momento en que aprovechaba para hacer al astro rey unos energéticos cortes de manga hasta verlo desaparecer tras el horizonte.

Ella vivía en el edificio de enfrente y, como detestaba a la luna desde que su primer novio la dejó con la excusa de una dudosa licantropía, sólo se asomaba al amanecer, celebraba la derrota de la luna y soplaba sonores besos al sol, que en alguna ocasión se ruborizó, aunque torpes astrónomos adjudicaron el fenómeno a una prosaica tormenta cósmica.

Nunca se habían visto.

Pero un jueves a él se le escaparon los relojes en el parque y comenzó a confundir las horas y odiarse a destiempo. Por eso cierto amanecer que supuso crepúsculo, mientras creía increpar la despedida del sol con sus cortes de manga, creyó percibir un ruiseñor enorme en el árbol de la otra acera.

Y ella, que era miope pero oía peor, creyó distinguir a un apuesto bombero que la saludaba desde la ventana. Olvidó que era un ruiseñor y cayó del árbol.

Él trató de detenerla al vuelo y cayó también.

En ese momento comenzó el eclipse.

Y se vieron.

Y se amaron entre la oscuridad repentina, eufóricos por la muerte del sol y de la luna.

Cuando llegaron los suecos a entregarle el Nobel, él no les abrió la puerta porque estaba dentro de ella. Y tranvías ya tenía.

Cuando un camión repleto de bomberos enamorados se detuvo frente al árbol de ella, ella no estaba, porque volaba en la penumbra de las manos de él y sus manos nunca se aburrían de tocarla.

Juraron amarse todo el tiempo que durase el eclipse.

Dura todavía.




Carlos Salem, "Eclipse", Yo también puedo escribir una jodida historia de amor, Ediciones Escalera, Madrid, 2008, pp. 73-75.

El tesoro de la juventud, Julio Cortázar

sábado, 7 de marzo de 2009

EL TESORO DE LA JUVENTUD

Los niños son por naturaleza desagradecidos, cosa comprensible puesto que no hacen más que imitar a sus amantes padres; así los de ahora vuelven de la escuela, aprietan un botón y se sientan a ver el teledrama del día, sin ocurrírseles pensar un solo instante en esa maravilla tecnológica que representa la televisión. Por eso no será inútil insistir ante los párvulos en la historia del progreso científico, aprovechando la primera ocasión favorable, digamos el paso de un estrepitoso avión a reacción, a fin de mostrar a los jóvenes los admirables resultados del esfuerzo humano.


El empleo del “jet” es una de las mejores pruebas. Cualquiera sabe, aún sin haber viajado en ellos, lo que representan los aviones modernos: velocidad, silencio en la cabina, estabilidad, radio de acción.

Pero la ciencia es por antonomasia una búsqueda sin término, y los “jets” no han tardado en quedar atrás, superados por nuevas y más portentosas muestras del ingenio humano. Con todos sus adelantos esos aviones tenían numerosas desventajas, hasta el día que fueron sustituidos por los aviones de hélice. Esta conquista representó un importante progreso, pues al volar a poca velocidad y altura el piloto tenía mayores posibilidades de fijar el rumbo y de efectuar en buenas condiciones de seguridad las maniobras de despegue y aterrizaje. No obstante, los técnicos siguieron trabajando en busca de nuevos medios de comunicación aventajados, y así dieron a conocer con breve intervalo dos descubrimientos capitales: nos referimos a los barcos de vapor y al ferrocarril. Por primera vez, y gracias a ellos, se logró la conquista extraordinaria de viajar al nivel del suelo, con el inapreciable margen de seguridad que ello representaba.

Sigamos paralelamente la evolución de estas técnicas, comenzando por la navegación marítima. El peligro de incendios, tan frecuente en alta mar, incitó a los ingenieros a encontrar un sistema más seguro: así fueron naciendo la navegación a vela y más tarde (aunque la cronología no es segura) el remo como el medio más aventajado para propulsar las naves.

Este progreso era considerable, pero los naufragios se repetían de tiempo en tiempo por razones diversas, hasta que los adelantos técnicos proporcionaron un método seguro y perfeccionado para desplazarse en el agua. Nos referimos por supuesto a la natación, más allá de la cual no parece haber progreso posible, aunque desde luego la ciencia es pródiga en sorpresas.

Por lo que toca a los ferrocarriles, su ventajas eran notorias con relación a los aviones, pero a su turno fueron superados por las diligencias, vehículos que no contaminaban el aire con el humo del petróleo o el carbón, y que permitían admirar las bellezas del paisaje y el vigor de los caballos de tiro. La bicicleta, medio de transporte altamente científico, se sitúa históricamente entre la diligencia y el ferrocarril, sin que pueda definirse exactamente el momento de su aparición. Se sabe en cambio, y ello constituye el último eslabón del progreso, que la incomodidad innegable de las diligencias aguzó el ingenio humano a tal punto que no tardó en inventarse un medio de transporte incomparable, el de andar a pie. Peatones y nadadores constituyen así el coronamiento de la pirámide científica, como cabe comprobar en cualquier playa cuando se ve a los paseantes del malecón que a su vez observan complacidos las evoluciones de los bañistas. Quizás sea por eso que hay tanta gente en las playas, puesto que los progresos de la técnica, aunque ignorados por muchos niños, terminan siendo aclamados por la humanidad entera, sobre todo en la época de vacaciones pagas.


Julio Cortázar, "El tesoro de la juventud", Último round (Tomo I), 1969.

Conversación con una piedra, Wislawa Szymborska

miércoles, 4 de marzo de 2009


CONVERSACIÓN CON UNA PIEDRA

Llamo a la puerta de una piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
Quiero penetrar en tu interior,
echar un vistazo,
respirarte.

—Vete —dice la piedra—.
Estoy herméticamente cerrada.
Incluso hecha añicos,
sería añicos cerrados.
Incluso hecha polvo,
sería polvo cerrado.

Llamo a la puerta de una piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
Vengo por mera curiosidad.
Sólo la vida permite satisfacerla.
Quisiera pasearme por tu palacio,
y luego visitar una hoja y una gota de agua.
No me queda mucho tiempo.
Mi mortalidad debería ablandarte.

—Soy de piedra —dice la piedra—.
Imposible perturbar mi seriedad.
Vete,
no tengo músculos risorios.
Llamo a la puerta de una piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
Me han dicho que encierras salas enormes y vacías,
nunca vistas y bellas en vano,
mudas, donde nunca han retumbado los pasos de nadie.
Confiésalo: ni tú misma lo sabías.

—Salas enormes y vacías —dice la piedra—.
Pero no hay espacio disponible.
Bellas, quizá, pero no para el gusto
de tus limitados sentidos.
Puedes verme, pero nunca catarme.
Mi superficie te da la cara,
pero mi interior te vuelve la espalda.

Llamo a la puerta de una piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
En ti no busco refugio para la eternidad.
No soy desdichado.
Ni carezco de techo.
Mi mundo merece el regreso.
Quiero entrar y salir con las manos vacías.
La prueba de haber estado en ti
se limitará a mis palabras
en las que nadie creerá.

—No entrarás —dice la piedra—.
Te falta sentido de la participación.
Y no existe otro sentido que pueda sustituirlo.
Incluso la vista omnividente
te resultará inútil si eres incapaz de participar.
No entrarás; ese sentido, en ti, es sólo deseo,
mero intento, vaga fantasía.

Llamo a la puerta de una piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
No puedo esperar mil siglos
para estar entre tus paredes.

—Si no crees en mis palabras —dice la piedra—,
acude a la hoja, que te dirá lo mismo que yo,
o la gota de agua, que te dirá lo mismo que la hoja.
Pregunta también a un cabello de tu cabeza.
Estoy a punto de reír a carcajadas,
de reír como mi naturaleza me impide reír.

Llamo a la puerta de una piedra.
—Soy yo, déjame entrar.

—No tengo puerta —dice la piedra.




Wislawa Szymborska, Paisaje con grano de arena, Lumen, Barcelona, 2005, pp. 35-37.

Democracia, Roger Wolfe

domingo, 1 de marzo de 2009


DEMOCRACIA

Otra maldita tarde
de domingo, una de esas
tardes que algún día escogeré
para colgarme
del último clavo ardiendo
de mi angustia.
En la calle
familias con niños,
padres y madres
sonrosadamente satisfechos
de su recién cumplido
deber electoral;
gente encorvada sobre radios
que escupen datos, porcentajes
en los bancos.

Corderos de camino al matadero
dándole a escoger el arma
al matarife.



Roger Wolfe, Arde Babilonia, Visor, Madrid, 1994, p. 33.