La corriente, Jorge Urrutia

domingo, 30 de enero de 2011
LA CORRIENTE

Se va. Todo se va, corre, resbala, cae,
se aleja, se desprende
de sí y deja nuestro día
y nuestra noche.

Todo.
______No tiene fuerza nuestra mano,
nada retiene ya y como arena
se escapa el mundo entre los dedos,
como el agua que inunda y se retira
sin remedio.
____________Estar no es permanencia,
es olor penetrante, es una mancha
de humedad en el rostro.
Porque estar es tan sólo haber estado.




Jorge Urrutia, Ocupación de la ciudad prohibida, Calambur, Madrid, 2010, p. 82.

Cartografía, Kepa Murua

viernes, 28 de enero de 2011



CARTOGRAFÍA

palabras del daño y del misterio
un abrazo con sabor a tierra
posa calenturas de papel, y el miedo
responde al miedo en otra lengua
de quien ya lo perdió todo



Kepa Murua, Cardiolemas, Calambur, Madrid, 2002, página 20.

Ilustración: Alfredo Fermín Cemillán (Mintxo), ibid., página 82.

[esa avecita...], Yosa Buson

jueves, 27 de enero de 2011
esa avecita:
la devora una ardilla
en el campo reseco



Yosa Buson, Alada claridad, Pre-Textos, Valencia, 2008.

Lucidez, Jorge Urrutia

domingo, 23 de enero de 2011
LUCIDEZ
El problema no era, pues, buscar el sentido de la vida,
sino vivirla sin esperanza alguna de sentido.

René Marqués

Y comprendió
que el agua de la mar ha estado siempre fría.




Jorge Urrutia, Ocupación de la ciudad prohibida, Calambur, Madrid, 2010, p. 109.

La sirena, Juan Rodolfo Wilcock

viernes, 21 de enero de 2011
LA SIRENA

Otras sirenas habitan en grandiosas grutas submarinas, en donde las anémonas naranja, las estrellas rojas y los erizos marrones vuelven todavía más claras y azules las aguas, y los peces multicolores ostentan colas de pájaros tropicales, célebres costados de finos metales. Ella en cambio es la única sirena de este río cenagoso, ancho, turbio y lento, y se aloja debajo de los restos negruzcos de un barco hundido, un montón de madera podrida encastrada en el barro, entre cajas oxidadas, botellas, zapatos viscosos y peces planos con los ojos en la espalda, repugnantes. Ni siquiera consigue mantener limpios sus cabellos; tiene solamente un viejo peine, roto, de plástico negro, que siempre se le enreda con alguna porquería, pedacitos de papel, cáscaras de naranja, cordones que el río arrastra en su imparable indiferencia. Y así la sirena está siempre sucia, desgreñada, y cada vez que se atreve a salir a la costa a peinarse y a sacarse de las escamas las costras de barro pegajoso, los niños del lugar le tiran basura, los hombres le proponen porquerías, y un domingo fue un cura con tres mujeres vestidas de negro a exorcizarla, agitando una cruz. Por eso decidió no hacerse ver más dando vueltas por ahí; pero el problema más serio es la planta química recientemente inaugurada aguas arriba, que cada tanto arroja en el río desechos irritantes. Ahora la sirena tiene tos, y sobre todo le pica la parte humana de su cuerpo; debería mudarse al valle, más cerca de la desembocadura, pero allí el agua sabe a mar y ella no puede tolerar la salobridad. Más arriba, en cambio, la corriente es demasiado fuerte, hay que nadar todo el día para permanecer en el mismo lugar, no se descansa ni siquiera de noche. Nadie se ocupa de la sirena solitaria, salvo un empleado de la municipalidad que de tanto en tanto se presenta a reclamar el depósito de ciertos impuestos que ella de ninguna manera puede pagar. Entre la fábrica de abono y el hombre de los impuestos, la última sirena del río está muy deprimida y ya van dos veces que ha intentado suicidarse, con esos tubitos de barbitúricos que en primavera arrastra la crecida.

La invención colectiva, René Magritte


Juan Rodolfo Wilcock, El estereoscopio de los solitarios, Edhasa, Barcelona, 2000, pp. 82-83.

Regularidad, David Roas

martes, 18 de enero de 2011

REGURALIDAD

El sentido de la realidad se basa en la repetición. O al menos eso afirmaba Roberto R. R., quien, una vez jubilado, decidió organizar su existencia de forma todavía más metódica que la que había marcado los cuarenta años precedentes de ordenada vida laboral. Sus días eran todos iguales (la recurrencia es orden, se decía), nada alteraba el programa que había diseñado. Ni su mujer, que había adoptado sin protestar sus manías más por amor que por convencimiento de que esa fuera la forma ideal de enfrentarse a su vejez.

Roberto R. R. cumplía su plan diario a rajatabla. Todo tenía un horario y un ritmo fijos: levantarse, acostarse, comprar el pan y el periódico (las gentes del pueblo ajustaban sus relojes al verlo pasar), los tres paseos por la montaña (el primero, por la mañana, a solas; el resto por la tarde y en compañía de su mujer), la distancia exacta a recorrer en esos paseos, la duración de la siesta (nunca más allá de treinta minutos)... Un plan diario donde no había espacio para la improvisación y que Roberto R. R. acometía siempre con la misma voluntad y regocijo. Era feliz en esa monotonía cotidiana compuesta de instantes eternizados.

Tan cartesiano sistema se vio alterado hace un mes: la muerte lo sorprendió en cama pocos minutos antes de las 7.30 a. m., hora a la que se levantaba como un resorte cada día sin necesidad de despertador. Esa mañana, su mujer pudo dormir un rato más.



David Roas, Distorsiones, Páginas de espuma, Madrid, 2010.

Final del cuento

lunes, 17 de enero de 2011
FINAL DEL CUENTO

En principio el agua es inocua, pensó el escritor para decidir que, desde entonces, la tinta ya sólo brotaría de sus ojos.


Círculo de cuerpos, Rafael Argullol

domingo, 16 de enero de 2011
CÍRCULO DE CUERPOS

El beso,
la caricia,
las rutas de la piel:
el círculo de cuerpos
dibuja
un enigma
y una promesa
en el firmamento.



Ilustración: Mandala de cuerpos, Carlos Padrissa

Rafael Argullol, Cantos del Naumon, Libros del aire, Madrid, 2010, página 31.

Ropa usada II, Pía Barros

Vestido azul, Edvard Munch

ROPA USADA II
A Edith

La cita inesperada es a las ocho. No hay tiempo para cruzar la ciudad, llegar a casa y ponerse el atuendo para la ocasión. La tienda de ropa usada, la dependienta de la lima de uñas, los colgadores atestados. A la muchacha el vestido azul se le clava en las pupilas. Pide una bolsa y va al probador. Se enfunda en la gasa trasparente. Toda ella un hálito de azul. Recoge el pelo en un moño apretado, dibuja una línea en el párpado. Sale del probador lista para la cita.

El hombre que la aguarda se levanta de su silla al verla entrar. Al hombre, el corazón le da un vuelco extraño en el pecho.

La muchacha lo observa comer ansioso. Se mira las uñas descascaradas que no van con el atuendo.

El hombre se atraganta con la carne. El color de su piel pasa del enrojecimiento profundo al gris.

La muchacha mira una vez más sus uñas y piensa molesta: «Mierda, debí haber comprado el negro».



Pía Barros, Llamadas perdidas, Thule, Barcelona, 2006, p. 54.

Razones de la mudez extrema, Jorge Urrutia

sábado, 15 de enero de 2011
RAZONES DE LA MUDEZ EXTREMA

(Desde Brecht)

Puede ser un delito hablar de árboles,
suponer unos campos,
imaginar las flores.

Puede ser un delito escribir los poemas
si no existen siquiera
las palabras.




Jorge Urrutia, Ocupación de la ciudad prohibida, Calambur, Madrid, 2010, p. 109.

Vandalismo, Pía Barros

miércoles, 12 de enero de 2011
VANDALISMO

La calle estaba desierta a esa hora. Furtivo, dobló la esquina y la escondió en su bolsillo.

Farmacia, Edward Hopper


Pía Barros, Llamadas perdidas, Thule, Barcelona, 2006, p. 17.

El color del cielo, Eduardo Berti

domingo, 9 de enero de 2011
EL COLOR DEL CIELO
I
El niño nace con ojos azules. Ningún antepasado tuvo ojos de ese color ni de ningún otro color fuera del marrón oscuro; no al menos hasta donde se remonta la memoria familiar, que en este caso abarca tres generaciones de la rama materna y cuatro de la paterna. Siendo la madre alguien de conducta intachable, imposible pensar en un desliz extramatrimonial. Nada parece explicar el fenómeno, salvo un capricho de la naturaleza.
II
El oftalmólogo explica que esto no es inmodificable, que puede tardar hasta un año en definirse el color. Y les cuenta de una niña que tuvo ojos verdes durante un año y medio, hasta que se volvieron grises.
III
La madre repite, encantada, que su hijo tiene «ojos del color del cielo». El padre toma ese azul como un sello distintivo: algo de que jactarse ante los demás. Deposita en los ojos un valor estético, pero también social.
IV
El hijo cumple un año, un año y medio, dos años... Los ojos siempre son azules. El oftalmólogo no duda: es el color definitivo. Los padres siguen intranquilos. Cada mañana, como quien vigila una planta que podría marchitarse, verifican que el color no haya cambiado.
V
Una noche, el padre sueña que a su hijo los ojos se le vuelven negros. Negros, oscuros, sin brillo. La cosa ocurre en segundos y, pese a que en el sueño sacude a su hijo con no poca brutalidad, pese a que le golpea las sienes con esos golpes que consiguen que un artefacto vuelva a andar, pese a ello los ojos se enturbian hasta hundirse en una negrura absoluta.
VI
El hijo va desarrollando una especie de vanidad. Sabe que tiene ojos bellos, especiales en su entorno. Sabe que sus ojos despiertan una absurda mezcla de respeto y de admiración. En simultáneo, ha empezado a ir a la escuela y allí tiene algunos problemas. Es aplicado, aseguran las maestras, pero su rendimiento es cada vez peor. No se concentra por «problemas de comprensión», dictamina un especialista que sugiere análisis, sin excluir tomografías cerebrales.
VII
El médico deriva a los padres a un oftalmólogo: el oftalmólogo de siempre, al que no visitan desde hace mucho tiempo. Que el hijo ve mal, que es miope, como afirma el oftalmólogo tras examinarlo a fondo, no sorprende mucho a los padres. De un tiempo a esta parte es usual que entorne un poco los ojos, que se siente cada vez más cerca del televisor. En fin, los síntomas retrospectivamente comprensibles, a la luz de un diagnóstico. El oftalmólogo, no obstante, les comunica algo más: una futura ceguera. «El deterioro será lento, progresivo. Todo el proceso puede tardar entre cuatro y siete años».
VII
El hijo acoge la noticia con rara filosofía, tal vez porque otra vez sus ojos llaman la atención general y lo instalan en el centro del universo. Los padres no se resignan y consultan a otros oftalmólogos. En esencia, todos les dicen lo mismo.
IX
Una noche, mientras se empeñan en conciliar el sueño, los padres se atreven a hablar de aquello que no le preguntaron a ningún oftalmólogo, ni aludieron ante su hijo: el color azul, ¿se irá con la ceguera? Fijarse en un detalle así, que otros juzgarían banal, no les da vergüenza alguna. Perder la vista ya es suficiente desgracia como para perder, encima, el color azul.
X
El hijo pierde la vista y pierde el color azul seis años después del fatídico diagnóstico. Ahora sus iris son blancos. O, mejor dicho, de color ceniza. Los padres no se lo dicen. No le dicen nada porque él tampoco se los pregunta, al menos por un buen tiempo.
XI
Un día el hijo no puede más de curiosidad. ¿Y mis ojos? ¿De qué color son ahora? «Del color del cielo. Como siempre, hijo», le dice la madre. Afuera está, claro, totalmente nublado.



Eduardo Berti, Lo inolvidable, Páginas de espuma, Madrid, 2010, pp. 209-212.

El sueño, Rafael Argullol

jueves, 6 de enero de 2011
EL SUEÑO

El sueño es como una partida de ajedrez conmigo mismo, pero sin reglas. El alfil hace de torre, el caballo avanza verticalmente, e incluso los peones pueden declararse reyes. Cada noche los tronos de la razón son usurpados por advenedizos y nouveaux riches. Y en cada despertar fingimos que el antiguo régimen ha sido restaurado.




Rafael Argullol, El cazador de instantes, Acantilado, Barcelona, 2007, página 42.

Demasiada literatura, David Roas

martes, 4 de enero de 2011

DEMASIADA LITERATURA
Para Luisa Valenzuela

Cuarto día de vacaciones en Galicia y las cosas han empezado a tomar un extraño cariz. Algunos dirán que es una simple coincidencia, pero no deja de ser sorprendente que en los tres hoteles en los que hemos dormido (Ribadeo, Lugo y Muxía) nos hayan dado la habitación 201. Como queriendo quitarle importancia, Marta dice que parece una situación sacada de una novela de Paul Auster. O de Vila-Matas, apunto yo. Demasiado azar.

Decidimos pasar la cuarta noche en Santiago. Tras varias llamadas infructuosas, conseguimos una habitación en un hotel del centro. Dedicamos el día a recorrer la Costa da Morte y llegamos a nuestro destino a las diez de la noche. Sé que parecerá imposible, pero nos dan la 201. Si en las ocasiones anteriores la coincidencia nos hizo reír, ahora la casualidad resulta excesiva. E inquietante. Inventamos una tonta excusa y pedimos otra habitación. Pero —no podía ser de otra forma— esa es la única que les queda libre. Nos miramos en silencio. Ambos sabemos que no hay otra opción: es tarde, estamos muy cansados y en estas fechas no va a ser tan fácil encontrar otro hotel. Y dormir en el coche está descartado. Aceptamos la 201. Subimos en silencio. Meto la llave en la cerradura y abro la puerta con un escalofrío. Marta aprieta mi mano. Con un rápido movimiento enciendo la luz y miro a ambos lados, esperando que suceda lo inevitable. Pero no ocurre nada. Todo es absolutamente normal. Maldita realidad.


David Roas, Distorsiones, Páginas de espuma, Madrid, 2010, pp. 171-172.

El médico, Fernando Trías de Bes

lunes, 3 de enero de 2011





EL MÉDICO

Érase una vez un médico que nunca logró curar a ninguno de sus pacientes, pero su consulta estaba siempre a rebosar porque él jamás perdía la esperanza.










Fernando Trías de Bes, Relatos absurdos, Urano, Barcelona, 2006, página 49.

Ilustración: Jacobo Bagué

[El miedo...], Ramón Crespo

El miedo es un lugar habitable,
una casa vacía.
El hombre escala sus muros,
habita su morada,
y deja unas flores
en un vaso sin agua,
la máscara en el espejo.

El miedo mide cada losa,
los pasos que no dimos.


Ramón Crespo, Palabras que acepta el fuego, Reino de Cordelia, Madrid, 2010, pp. 101-102.

La interrupción, Rafael Argullol

domingo, 2 de enero de 2011
LA INTERRUPCIÓN

Amar significa interrumpir momentáneamente la representación: convertir la mise en scène de la vida cotidiana en una mise en abîme.



Rafael Argullol, El cazador de instantes, Acantilado, Barcelona, 2007, página 49.