[Reincidencias], Samuel Beckett

domingo, 29 de diciembre de 2013
El mundo de los ingenuos, Max Ernst


   Me saqué del bolsillo el cuchillo de cocina y me dediqué a abrirme con él las venas de la muñeca. Pero el dolor no tardó en vencerme. Primero grité, luego me detuve, cerré el cuchillo y volví a guardármelo. Mi decepción no fue grande, en el fondo no contaba con otro resultado. Eso es todo. Siempre me ha entristecido reincidir, pero la vida está hecha de reincidencias, al parecer, y la misma suerte debe de ser una especie de reincidencia, no me sorprendería lo más mínimo. ¿He dicho ya que había cesado el viento? La caída de una lluvia fina descarta de algún modo toda idea de viento.


Samuel Beckett, Molloy, Alianza, Madrid, 2012, p. 91.

[Todo lo que ocurre], Henry Miller

jueves, 26 de diciembre de 2013
Caja de sorpresas, Lisa Stokes

   Llegó sin esfuerzo, en un segundo, un milagro podríamos decir, excepto que todo lo que ocurre es milagroso. Las cosas ocurren o no ocurren y nada más. Nada se realiza con sudor y esfuerzos. Casi todo lo que llamamos vida es simple insomnio, una agonía, porque hemos perdido la costumbre de quedarnos dormidos. No sabemos dejarnos llevar. Somos como un muñeco de una caja de sorpresas colocado sobre un resorte y cuantos más esfuerzos hacemos, más difícil es volver a la caja.
   

Henry Miller, Trópico de Capricornio, Cátedra, Madrid, 2010 (1988), pp. 369-370.


Futuro

lunes, 23 de diciembre de 2013
Canicas de cristal, Charles Bell

FUTURO
 
   Jugando a las canicas, el niño adivina que, cuando titile en su vejez la muerte, lo arropará algún recuerdo que golpee otra vez su infancia.



[Eco], Mark Z. Danielewski

domingo, 22 de diciembre de 2013


   El mito convierte a Eco en objeto de añoranza y deseo. La física convierte a Eco en el objeto de la distancia y la organización. En lo tocante a la emoción y la razón, ambas afirmaciones son precisas.
   Y allí donde no hay Eco no existe descripción del espacio ni del amor.
   No hay más que silencio.


Mark Z. Danielewski, La casa de hojas, Alpha Decay / Pálido Fuego, Barcelona, 2013, p. 50.

[Detener la palabra...], Roberto Juarroz

viernes, 20 de diciembre de 2013
Pájaro azul (sirin), Sergey Solomko


Detener la palabra
un segundo antes del labio,
un segundo antes de la voracidad compartida,
un segundo antes del corazón del otro,
para que haya por lo menos un pájaro
que puede prescindir de todo nido.

La palabra es el único pájaro
que puede ser igual a su ausencia.


                                          Roberto Juarroz

[Anochecer], Juan Bonilla

domingo, 15 de diciembre de 2013
Anochecer en Yosemite, Albert Bierstadt


   Viajaríamos sin descanso con la noche, a la velocidad de la noche, o mejor, del anochecer. Siempre está anocheciendo. El anochecer no es un instante sino un milagro que sucede constantemente. No hay un solo momento en el que no esté anocheciendo. No hay un solo instante en que alguien no contemple el anochecer, cómo se derrumba el sol, ese fumador empedernido, que con la lumbre del día que se apaga enciende un nuevo día en otro sitio, con la elocuencia de lo inexpresable.


Juan Bonilla, El que apaga la luz, Pre-Textos, Valencia, 1995, p. 11.

[El presente...], Javier Moreno

sábado, 14 de diciembre de 2013
Daidō Moriyama


El presente, como el reflejo de un espejo, no existe. Uno puede ser dueño de un espejo pero nunca de los reflejos que aparecen en él.


Javier Moreno, Alma, Lengua de Trapo, Madrid, 2011, p. 15.

[La música...], Emil Cioran

miércoles, 11 de diciembre de 2013
El chelista de Sarajevo, Vedran Smailović; agosto, 1992, Mikhail Evstafiev


La música, sistema de adioses, evoca una física cuyo punto de partida no serían los átomos sino las lágrimas.


Emil Cioran, Silogismos de la amargura, Tusquets, Barcelona, 1990.

[La historia...], Ryszard Kapuściński

martes, 10 de diciembre de 2013
Tannhäuser, Anselm Kiefer


La historia es el proceso del olvido.


Ryszard Kapuściński, Lapidarium IV, Anagrama, Barcelona, 2003.

[Esa maquinaria frágil], James Salter

lunes, 9 de diciembre de 2013
La noche, René Magritte


   La mañana, fuera, era clara y soleada. La habitación parecía oscura.
   —¿Quieres un periódico ? —preguntó.
   —No.
   —Te lo leo yo, si quieres.
   Él no contestó.
   Ella se quedó hasta las dos. Hablaron muy poco. Ella leía, sentada. Él parecía en duermevela. Las enfermeras se negaron a comentar su estado; tenía un corazón fuerte, dijeron.
   El médico habló con ella, por fin, en el vestíbulo.
   —Está muy débil —dijo—. Ha sido una larga lucha.
   —Le duele muchísimo la espalda.
   —Sí, bueno, se ha extendido.
   —¿Por todas partes ?
   —Hasta el hueso.
   Le explicó la pérdida de peso y de fuerza, la inanición que seguía su curso.
   En la casa se preparó un té y descansó. Era la casa en que la habían criado: habitaciones empapeladas, las cortinas grises. Cerca de la puerta trasera la tierra se había apelmazado, la hierba ya no crecía. Telefoneó a Viri
   —¿Cómo está?
   —Muy mal.
   —¿Se recuperará?
   —No creo —dijo ella.
   —Nedra, lo siento muchísimo.
   —Bueno, ¿qué podemos hacer? —preguntó ella—. Estoy en casa.
   —¿Estás cómoda allá?
   —No se está tan mal.
   —¿Cuánto tiempo crees...? ¿Qué piensan ellos?
   —Parece tan débil, tan consumido. Esta mañana me ha impresionado lo avanzada que está la enfermedad.
   —¿Quieres que vaya?
   —Oh, no, realmente no serviría de nada. Es muy amable por tu parte, pero creo que no.
   —Bueno, si me necesitas...
   —Viri, estos hospitales son espantosos. Deberías proyectar uno con luz de sol y árboles. Los moribundos deberían dirigir una última mirada al mundo.. por lo menos ver el cielo.
   —Es por eficiencia.
   —Maldita eficiencia.
   Cuando volvió al hospital su padre estaba otra vez dormido. Despertó en cuanto ella se le acercó; de repente abrió de par en par los ojos, lúcido. Ella pasó toda la tarde sentada junto a la cama. El padre cenó sólo unos sorbos de leche.
   —Papá, tienes que comer.
   —No puedo.
   Las enfermeras entraban de tanto en tanto.
   —¿Cómo se encuentra, señor Carnes?
   —No me queda mucho —murmuró él.
   —¿Se encuentra mejor? —le preguntaban.
   Él parecía no oírles. Le estaban envolviendo en una mortaja invisible. Tenía la boca seca. Cuando hablaba era apenas un farfullar hondo, casi ininteligible. Preguntó varias qué día era.
   Esa noche, exhausta, se dio un baño y se acostó. Se despertó una vez durante la noche. El cielo y la calle, fuera, estaban absolutamente silenciosos. Se sentía descansada, tranquila, sola. El gato había entrado en el cuarto, se sentó en el alféizar y miró al exterior.
   A la mañana siguiente su padre había entrado en coma. Inerte en el lecho, su respiración era más regular y lenta, y tenía velos de gasa húmeda en los ojos. Ella le llamó: no hubo respuesta. Había dicho sus últimas palabras.
   De repente la asfixió la tristeza. Oh, que tengas paz, papá, pensó. Permaneció horas sentada junto a la cama.
   Él era terco. Era fuerte. No oía a su hija ya, nada podía despertarle. Tenía los brazos cruzados débilmente sobre el pecho, como alas sin plumas.
   Viri telefoneó esa noche.
   —¿Hay algún cambio?
   —Voy a salir a cenar —le dijo ella. Habló con las niñas. Cómo está el abuelo, le preguntaron—. Muy enfermo —les dijo.
   Ellas eran educadas. No supieron qué contestar.
   Llevó largo tiempo, llevó una eternidad; días y noches, el olor del antiséptico, las silenciosas ruedas de goma. Esta maquinaria frágil, pensamos, pero cuánto cuesta apagarla. El corazón está a oscuras, sin saber, como esos animales que viven en minas y nunca han visto la luz del día. No tiene lealtades ni esperanzas; cumple su cometido.
   La enfermera de noche le auscultó. Había empezado.
   Nedra se le acercó.
   —Papá—dijo—, ¿me oyes? ¿Papá?
   Su respiración se aceleró, como si él huyese. Eran las seis de la tarde. Estuvo toda la noche sentada mientras él jadeaba, el cuerpo le funcionaba por la costumbre de toda una vida.
   Ella rezaba por él, rezaba contra él y entretanto pensaba: «Tú eres la siguiente, es sólo cuestión de tiempo, unos pocos años rápidos».
   A las tres de la mañana sólo estaba encendida la luz en la mesa de la enfermera, y no había médicos. El pasillo estaba vacío.
   Abajo estaba la ciudad oscura, empobrecida, con sus aceras desmoronadas, sus casas tan juntas que no había espacio para caminar entre ellas. Las antiguas escuelas estaban en silencio, el teatro, con sus ventanas cerradas por chapas de metal, las salas de veteranos. Por el centro no discurría un río, sino un lecho ancho y callado de raíles. Las vías estaban herrumbrosas, los grandes talleres de reparación cerrados. Ella conocía aquella ciudad escarpada, allí no tenía amigos, le había vuelto la espalda para siempre. Allí, durmiendo, tenía primos lejanos a los que jamás recurriría.
   Escuchó el terrible combate que se estaba librando en la estrecha cama. Le cogió la mano. Estaba fría; no había en ella reacción, sentido del tacto. Observó a su padre. Estaba luchando más allá de ella; luchaban sus pulmones, las cámaras de su corazón. Y su mente, pensó ella, ¿qué estaría pensando, encerrada en sí misma, condenada? ¿Estaría su ser en armonía o en caos, como los habitantes de una ciudad que se derrumba? La garganta empezó a hincharse. Llamó a la enfermera.
   —Venga ahora mismo —dijo.
   Su respiración era alarmante, su pulso débil. La enfermera le palpó la muñeca, luego el codo.
   No se murió. Siguió respirando de aquel modo espantoso. Los esfuerzos del padre debilitaban a Nedra. Todo estaría bien si él pudiera, al menos, gozar de una tregua. Transcurrió una hora. Él no sabía que se estaba extenuando. Era una especie de insania, seguía corriendo, se había caído y levantado cien veces. Nadie podía resistir semejante castigo.
   Y un poco después de las cinco, bruscamente, exhaló su último suspiro. Entró la enfermera. Todo había acabado.
   Nedra no lloró. Sintió, al contrario, que había acompañado a su padre a casa. Súbitamente comprendió el significado de las palabras «en paz, en descanso». La cara del muerto estaba serena. Ostentaba una barba cenicienta. Le besó la mejilla, la mano azulada. Aún estaba caliente. La enfermera le estaba insertando la dentadura.
   Fuera, las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Caminaba aturdida. Hizo un solo voto: no olvidarle, recordarle siempre, todo el tiempo que viviera.


James Salter, Años luz, Muchnik, Barcelona, 1999, pp. 148-151.

[La sala de baile], Henry Miller

jueves, 5 de diciembre de 2013
Japón ocupado - Bar, Tokyo, 1960, Shomei Tomatsu


   Otra vez la sala de baile, el ritmo del dinero, el amor que llega por la radio, el contacto impersonal y sin alas de la multitud. Una desesperación que llega hasta las propias suelas de los zapatos, un hastío, una desesperanza. En medio de la mayor perfección mecánica, bailar sin gozo, estar tan desesperadamente solo, ser casi inhumano porque eres humano. Si hubiera vida en la luna, ¿qué prueba podría haber más perfecta, más triste que ésta? Si alejarse del sol es llegar a la fría idiotez de la luna, en ese caso hemos llegado a nuestra meta y la vida no es sino la fría incandescencia luna del sol. Es la danza de la vida helada en el hueco de un átomo y cuanto más bailamos, más se enfría.


Henry Miller, Trópico de Capricornio, Cátedra, Madrid, 2010 (1988), pp. 185-186.

Petunias, Mario Bellatín

lunes, 2 de diciembre de 2013
La Pietá japonesa, Yosuke Yamahata

PETUNIAS

   Pese a la cantidad de niños que presentaron deformaciones físicas en el momento de nacer, pasó algún tiempo antes de que el científico Olaf Zumfelde estableciera plenamente una relación de causa y efecto entre el fármaco y las anomalías. Hubo desconcierto en los hospitales, que de la no­che a la mañana vieron aumentar de manera inu­sitada el número de recién nacidos anormales. Se aventuraron algunas hipótesis, casi siempre rela­cionadas con las secuelas de la energía atómica. El referente más cercano fueron los niños de Hiro­shima. Nuevamente apareció en el imaginario de los ciudadanos la imagen de La Pietá japonesa. La figura de aquella madre y su hijo convertidos en una petunia en plena floración. La señora Hen­riette Wolf escuchó al científico Olaf Zumfelde en silencio. Luego de aquella entrevista pidió formal­mente y por escrito convertirse en su asistente. En su solicitud de trabajo aseguró estar preparada para enfrentar cualquier tipo de escándalo públi­co. A los encargados de personal de la universidad, que debieron avalar su ingreso, no dejó de llamar­les la atención aquella anotación. Sólo el científico Olaf Zumfelde supo tomarla en su real medida.


Mario Bellatín, Flores, Anagrama, Barcelona, 2004, pp. 45-46.

[Como un bosque], James Salter

viernes, 29 de noviembre de 2013
Abedules. Manchas de luz, Arkhip Kuindzhi


   A primeras horas de la tarde tomaron chocolate y peras. La luz había cambiado. El sol se había escondido detrás de unas nubes; el día perdió su fuente. Viri jugó con todas ellas a un juego árabe con alubias. A la postre las dejó ganar.
   —¿Hay más chocolate caliente? —preguntó.
   —Haré más —dijo Negra.
   Las gaviotas en el río parecían estar de pie sobre el agua. El hielo era invisible. El reflejo de las aves era oscuro; sus patas se veían como líneas negras. Un dosel de música en la habitación, una bandeja con tres tazas, terrones blancos de azúcar en un cuenco, muchos libros.
   Su vida es misteriosa, es como un bosque; desde lejos parece una unidad que cabe comprender y describir, pero más cerca empieza a separarse, a disolverse en luz y sombra de una densidad que ciega. Dentro de esa vida no hay forma, sólo un detalle prodigioso que llega a todas partes: sonidos exóticos, astillas de luz solar, follaje, árboles caídos, animalillos que huyen al oír el crujido de una rama, insectos, silencio, flores.
   Y todo esto, dependiente, estrechamente entretejido, todo esto es engañoso. Hay en realidad dos clases de vida. Hay, como dice Viri, la que la gente cree que estás viviendo y hay la otra vida. Es esta otra la que causa el problema, la que anhelamos ver.
   —Ven aquí, Hadji —dice.
   El perro, ya todo él lleno de perspicacia, todo él valentía, todo él amor, parece alerta pero no comprende.


James Salter, Años luz, Muchnik, Barcelona, 1999, p. 29.

La habitación del suicida, Wisława Szymborska

miércoles, 27 de noviembre de 2013

LA HABITACIÓN DEL SUICIDA

Seguramente crees que la habitación estaba vacía.
Pues no. Había tres sillas bien firmes.
Una lámpara buena contra la oscuridad.
Un escritorio, en el escritorio una cartera, periódicos.
Un buda despreocupado. Un cristo pensativo.
Siete elefantes para la buena suerte y en el cajón una agenda.
¿Crees que no estaban en ella nuestras direcciones?

Seguramente crees que no había libros, cuadros ni discos.
Pues sí. Había una reanimante trompeta en unas manos negras.
Saskia con una flor cordial.
Alegría, divina chispa.
Odiseo sobre el estante durmiendo un sueño reparador
tras las fatigas del canto quinto.
Moralistas,
apellidos estampados con sílabas doradas
sobre lomos bellamente curtidos.
Los políticos justo al lado se mantenían erguidos.

No parecía que de esta habitación no hubiera salida,
al menos por la puerta,
o que no tuviera alguna perspectiva, al menos desde la ventana.

Las gafas para ver a lo lejos estaban en el alféizar.
Zumbaba una mosca, o sea que aún vivía.

Seguramente crees que cuando menos la carta algo aclaraba.
Y si yo te dijera que no había ninguna carta.
Tantos de nosotros, amigos, y todos cupimos
en un sobre vacío apoyado en un vaso.


                                                                     Wisława Szymborska

[El único mundo], J. M. Coetzee

jueves, 21 de noviembre de 2013
Pájaros jerárquicos, Mark Rothko


   —Entonces, si me transfirieran al Muelle Siete o al Muelle Nueve, sería más fácil. Podría pasar semanas sin trabajar.
   —Correcto. Si trabajase en el Siete o el Nueve sería más fácil. Pero no tendría un trabajo de jornada completa. Así que, en conjunto, está mejor en el Dos.
   —Ya veo. Así que, después de todo, es una suerte que esté aquí en este muelle, en este puerto, en esta ciudad y en este país. Nada puede ir mejor en el mejor de los mundos posibles.
   Álvaro frunce el ceño.
   —Este no es un mundo posible —dice—. Es el único. Si eso lo convierte en el mejor o no, no debemos decidirlo ni usted ni yo.
   Se le ocurren varias respuestas, pero se contiene. Tal vez, en este mundo que es el único mundo sea más prudente dejarse de ironías.


J. M. Coetzee, La infancia de Jesús, Mondadori, Barcelona, 2013, p. 50.

Dos puntos, Mónica Lavín

martes, 19 de noviembre de 2013
Amor, nacimiento y muerte, y enfermedad y qué es la felicidad, Yayoi Kusama


DOS PUNTOS

   Sedúceme con tus comas, con tus caricias espaciadas, tu aliento respirable y tus atrevimientos continuos; colócame el punto y coma para cambiar las caricias por largos besos y frases susurradas boca a boca. Haz un punto y seguido para desatarte de mí y contemplar mi desnudez sobre tu cama, ahora interrumpe con guiones para soltar un halago sobre mi cuerpo y su huella en el tuyo recorrer con la mirada el talle y el hundimiento en la cintura, el ascenso en la cadera, la larga prolongación de las piernas rematadas por un pie que no resistes besar. Embísteme sin mi rechazo y tortúrame con la altivez de tu deseo arrastrándome muy lejos (al borde del abismo entre paréntesis y sin comas por favor), ahora desenvaina tus puntos suspensivos... maldito trío de puntos ese espacio sin nombre no se alcanza.
   Un punto y aparte para calmar el temblor de mi cuerpo y sonreírte al tiempo que me das de beber del vino espumoso en una copa. Borro mis interrogaciones. Toda una antesala para retomar tus comas y regalarme la humedad de tu boca y la suavidad de tu respiración en mis orejas, cuello, nuca, hombros; atacar con puntos y comas nuevamente para buscar con tu dedo un clítoris congestionado, pasar tu lengua entre esos labios escondidos y saborear mis secreciones robármelas entre guiones y atizar de nuevo en mi centro ardiente ocupándolo, sosteniendo el ascenso ¡inminente! con signos de exclamación, la eyaculación inevitable... hasta acabar con los puntos suspensivos y vaciarte todo en mí y desplomarte extenuado, aliviado y amoroso en mi cuerpo complacido.
   De nuevo un punto y aparte para dormir sobre mi pecho y poner punto final al entrecomillado "acto" que en este caso es un hecho amoroso sin ningún viso de actuación.
   Si estoy equivocada, felicito tu dominio de la puntuación.
   Punto final.


Mónica Lavín, Retazos, Praxis, México D.F., 2007.

[Volar no tiene esquinas...], Eloy Tizón

domingo, 17 de noviembre de 2013


   Volar no tiene esquinas. El interior del aparato es un saloncito con pocos ángulos rectos. Nada de recovecos. Todo se curva, se dobla, se feminiza, porque los ingenieros aeronáuticos han decidido que en las alturas es preferible que el alma humana se abarquille y desenfoque. Las azafatas nos dan la razón en todo.
   Huele a tostadas con bacon y a tinta de periódico; una fritura impresa. Hoy el cielo está representativo. Algo empieza y algo termina, un ojo se apaga y otro se enciende. ¿Por qué no nos movemos? ¿Falta mucho para llegar? Nuestro cuerpo va por delante. El centro de gravedad cambia y el eje del mundo se inclina como un enfermo con sed. Un infierno nos propulsa; tenemos fuego en la espalda. En la pantalla, un gráfico digital nos informa del avance a trompicones de un avioncito de juguete, de trazo tosco, sobre un océano de cómic: por allí vamos. El espacio se disgrega y los minutos tiritan. Caemos hacia lo alto. Todo es presente. No tenemos ningún futuro al que volver.


Eloy Tizón, Técnicas de iluminación, Páginas de Espuma, Madrid, 2013, p. 75.

[¡Prohibido pisar el césped!], Henry Miller

sábado, 16 de noviembre de 2013
Visión bajo el agua, Odilon Redon


   Yo siempre creía en algo y, por eso, me metía en líos. Cuantos más palmetazos me daban, más firmemente creía. Yo creía… ¡y el resto del mundo, no! Si sólo se tratara de soportar el castigo, podrías seguir creyendo hasta el final; pero la actitud del mundo es mucho más insidiosa. En lugar de castigarte, te va minando, excavando, quitando el terreno bajo los pies. No es traición siquiera. La traición es comprensible y combatible. No, es algo peor, algo más bajo que la traición. Es un negativismo que te hace fracasar por intentar abarcar demasiado. Te pasas la vida consumiendo energía en intentar recuperar el equilibrio. Eres presa de un vértigo espiritual, te tambaleas al borde del precipicio, se te ponen los pelos de punta, no puedes creer que bajos tus pies haya un abismo insondable. Se debe a un exceso de entusiasmo, a un deseo apasionado de abrazar a la gente, de mostrarles tu amor. Cuanto más tiendes los brazos hacia el mundo, más se retira. Nadie quiere amor auténtico, odio autentico. Nadie quiere que metas la mano en sus sagradas entrañas: eso sólo debe hacerlo el sacerdote en la hora del sacrificio. Mientras vives, mientras la sangre está caliente, has que fingir que no existen cosas tales como la sangre y el esqueleto bajo la envoltura de la carne. ¡Prohibido pisar el césped! Por ese lema se guía la gente en su vida. […]
   Si no te crucifican, como a Cristo, si consigues sobrevivir, seguir viviendo y superar la sensación de desesperación y futilidad, ocurre otra cosa curiosa. Es como si hubieras muerto de verdad y hubieses resucitado efectivamente; vives una vida supranormal […]. No existe una diferencia fundamental, inalterable, entre las cosas: todo es cambio, todo perecedero. La superficie de tu ser se desintegra sin cesar; sin embargo, por dentro te vuelves duro como un diamante. Y quizá sea ese núcleo duro, magnético, dentro de ti lo que atrae a los otros hacia ti de grado o por fuerza. Una cosa es segura: que cuando mueres y resucitas, perteneces a la tierra y todo lo que sea de la tierra es inalienablemente tuyo. Te conviertes en una anomalía de la naturaleza, un ser sin sombra; nunca volverás a morir, sólo desaparecerás como los fenómenos que te rodean.


Henry Miller, Trópico de Capricornio, Cátedra, Madrid, 2010 (1988), pp. 119-122.

[Sin seguro], Steve Tesich

viernes, 15 de noviembre de 2013
Arco de un ángel, Maia Spall


   Tal vez, pensó, tal vez Elke Höhlenrauch tenía razón. Tal vez el dolor que sentía en la zona inferior de la espalda era una simple consecuencia de que se le estaba contrayendo la columna.
   Cuando menos columna, más dolor.
   Hasta que al final uno era todo dolor y se quedaba sin columna.
   Suspiró. Hasta suspirar con libertad hacía que le doliera la espalda, de manera que fue un suspiro dolorido y constreñido.
   Pensar en Elke le recordó que seguía sin seguro médico.
   Y sin seguro de ninguna clase. […]
   No había seguro completo contra la locura y la tragedia, ni tampoco contra los destinos sin alcanzar y los anhelos sin satisfacer.


Steve Tesich, Karoo, Seix Barral, Barcelona, 2013.

[Hoy hace seis meses...], Sándor Márai

martes, 12 de noviembre de 2013


   Hoy hace seis meses que murió, a las dos menos veinte de la tarde. Le cogí la muñeca, aunque no se puede determinar el momento de la muerte con un cronómetro. Creo que no existe un «momento» exacto en que uno deja de existir. La muerte es un proceso acompasado que cuando ya parece haberse producido, sigue ocurriendo.


Sándor Márai, Diarios 1984-1989, Salamandra, Barcelona, 2008.

[Señal], Ricardo Piglia

sábado, 9 de noviembre de 2013
La muerte verde, Odilon Redon


   No sé si uno puede conocer (o decir que conoce) a una mujer por haber pasado unas noches con ella, pero conocía la intensidad de Ida y eso era todo. La voluntad de ir hacia algún lado sin pensar en el regreso ni en las consecuencias. No iba a poder terminar ninguno de sus proyectos, todo se había cortado de pronto. Era tan joven, además, eso era todavía más triste. Tendría que haber una señal que identificara a los que mueren sin envejecer.


Ricardo Piglia, El viaje de Ida, Anagrama, Barcelona, 2013, p. 82.

[Aquellas palabras...], Samuel Beckett

viernes, 8 de noviembre de 2013
El arte de la conversación, René Magritte


   Aquellas palabras se inscribieron para siempre en mi memoria, sin duda porque las entendí de buenas a primeras, lo que en mí no es frecuente. No porque fuese duro de oído, porque tengo el oído bastante fino, y percibo quizá mejor que nadie los ruidos sin un sentido determinado. ¿De qué se trataba entonces? Quizá de un fallo del entendimiento, que sólo resonaba si era percutido varias veces, o, si se prefiere, que resonaba, pero a un nivel inferior al raciocinio, si es posible concebir tal cosa, y es posible concebir tal cosa, puesto que yo la concibo. Sí, las palabras que oía, y las oía bastante bien, porque era bastante fino de oído, las oía la primera vez, e incluso a veces la segunda, y a menudo también la tercera, como puros sonidos, libres de toda significación, y probablemente era ésta una de las razones de que conversar me resultara indescriptiblemente penoso. Y las palabras que yo pronunciaba y que casi siempre debían estar en relación con un esfuerzo de la inteligencia, me parecían a menudo el zumbido de un insecto. Lo cual explica que yo fuese poco conversador, me refiero a esta dificultad que tenía no sólo para comprender lo que decían los otros, sino también lo que yo les decía a ellos. Cierto que con un poco de paciencia nos llegábamos a comprender, pero respecto a qué, pregunto yo, y con qué finalidad.


Samuel Beckett, Molloy, Alianza, Madrid, 2012, pp. 74-75.

Ayer, José Luis Torres Vitolas

martes, 5 de noviembre de 2013
Líneas caligráficas azules en azul oscuro, Jiro Yoshihara

AYER

   Él era un hombre sin peripecias. Su rostro limpio, impecable en todo momento, era el escrupuloso diario abierto de su vida.
   Solía pasar el día a poca distancia de sí mismo, revisando siempre sus propios actos de soslayo. En ocasiones muy limitadas, algún suceso repetido, demasiado cotidiano, le causaba un poco de alborozo y su boca, usualmente desparramada, se llenaba de curiosidades.
   Solo entonces se ponía a escribir. Cartas, en general. Y mientras la tinta corría como un hilo azul, se volcaba hacia el papel, hacia sus parientes, amigos, antiguas novias, todos ellos ficticios, con la única esperanza de convertirse, al fin, en un recuerdo.


José Luis Torres Vitolas, L, Albatros, Genève, 2010, p. 74.

[La noticia de que se trató de un suicidio...], Piedad Bonnett

sábado, 2 de noviembre de 2013
Esta oscura claridad que cae de las estrellas, Anselm Kiefer


   La noticia de que se trató de un suicidio hace que muchos bajen la voz, como si estuvieran oyendo hablar de un delito o de un pecado. Un pariente me llama para decirme que siente mucho lo del accidente. Yo, un tanto envalentonada por el dolor, no paso por alto el término que soslaya la verdad: no fue un accidente, digo. Entonces la voz del otro lado reacciona, y pregunta si acaso no lo atropelló un cano. Ahora comprendo con exactitud de qué se trata. No, no lo atropelló un carro. Daniel se suicidó, digo. Un silencio. Alguien, evidentemente, ha mentido a mi pariente, un hombre mayor, religioso, intolerante. Qué cosa más rara, dice con torpeza. Da unas condolencias confusas, cuelga.
   Y es que la sola palabra suicidio asusta a muchos interlocutores. En varios de los correos que recibo se habla de «lo que ha sucedido», o simplemente se soslaya el hecho mismo con expresiones como «te acompaño en estos momentos», o «te pienso todo el tiempo».
   Pero suceden otras cosas, menos comprensibles: la funcionaria de un fondo de ahorros voluntario al que pertenezco hace quince años me escribe a mediados de julio para recordarme que estoy atrasada en dos cuotas. Yo le pido disculpas, le digo que la reciente muerte de mi hijo me ha distraído de mis deberes, y le solicito que me informe qué suma adeudo. A vuelta de correo recibo un seco informe sobre el monto que debo pagar, sin referencia alguna a mi duelo. A un amigo, un escritor extranjero que me llama a su paso por la ciudad, le doy la triste noticia. El hombre, después de un silencio, dice «lo siento, te llamo luego». También el director de una revista que me solicita un ensayo sobre poesía desaparece cuando en mi respuesta le explico que por ahora no tengo ánimos de escribir nada porque paso por el duelo de la muerte de mi hijo. Me asombra constatar que muchos de los intelectuales que conozco se abochornan ante la muerte, no saben abrazar, se paralizan al verme. En cambio, el maestro de obra que viene a casa hace más de veinte años para hacer reparaciones, se conmueve de manera evidente con la noticia, me expresa sus condolencias y dice, mostrándome los antebrazos desnudos: mire cómo me he puesto.


Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre, Alfaguara, Madrid, 2013, pp. 38-39.

[Desandar el tiempo], Isaac Rosa

viernes, 1 de noviembre de 2013


  Si hoy evocamos aquella primera vez la memoria nos burla, porque en la fotografía del recuerdo nos vemos pero no como éramos, sino como somos hoy. Con las ropas juveniles de entonces, sí, repartidos por los sofás de la planta de arriba como aquel día, pero en realidad con los cuerpos de hoy, con estos rostros que han acumulado gravedad, cansancio, desgaste; nos cuesta recordar quiénes fuimos. Tendríamos que hacer girar otra vez la moviola hacia atrás, desandar el tiempo para restaurar lo perdido y vernos como éramos. Haz la prueba, gira la manivela con fuerza y verás cómo la vida se revierte y según retroceden los años nos vamos quitando todo lo que hoy nos pesa; vemos cómo la piel se estira, borra sus manchas y recupera brillo, la carne aflojada se endurece, las ojeras se absorben, la columna vertebral se endereza, miles de pelos salen arrastrándose de los desagües para volver a ensartarse en el cuero cabelludo, el diente que alguien perdió regresa a su encía de donde expulsa al implante que se hizo pasar por él; vemos neuronas resucitar, células despertar para reconstruir músculos, huesos, órganos; la grasa se diluye en las arterias, el hollín de los pulmones se desprende y sale por las fosas nasales de vuelta a las chimeneas, tubos de escape y colillas que desde el cenicero crecen hasta volver a ser cigarrillos; litros de lágrimas evaporadas o desecadas en pañuelos y mangas se licuan y remontan a contracorriente las mejillas hasta introducirse en las glándulas lagrimales; si giras más rápido conseguirás que los hijos mengüen hasta volver al útero y se compriman en un óvulo que se reimplanta en el ovario no sin antes expulsar varias gotas de semen al exterior que se unen a toda aquella semilla dispersa por vaginas, preservativos y trozos de papel higiénico para meterse en las vergas originarias con la misma fuerza con la que un día salieron; si entre todos aceleramos la manivela conseguiremos que la habitación entera gire y en el torbellino los muertos que en estos años enterramos recompondrán sus órganos bajo tierra para salir de ataúdes y nichos sacudiéndose la tierra o, más difícil todavía, resurgirán de partículas de ceniza que desde una playa resisten el viento para volver al interior de la urna y de allí al crematorio donde el fuego los convertirá otra vez en cuerpos que al salir del horno serán llevados al hospital para abrir los ojos en una cama mientras los tumores se reducen y las células rechazan las radiaciones. Gira la habitación, el planeta entero invirtiendo su deriva para que borremos la firma de contratos de trabajo, hipotecas y libros de familia, para que deshagamos mudanzas volviendo a empaquetar todo, para que devolvamos a las fábricas y a la tierra todo lo consumido, y viajemos de espaldas por otros países dejándolos de conocer, y escupamos docenas de uvas de fin de año y vomitemos toneladas de comida y alcohol y saquemos de las venas medicamentos y sustancias tóxicas, y anulemos decisiones y revirtamos rupturas y solo así, rehaciendo todo ese camino de regreso, seríamos capaces de ser otra vez aquellos que un día se quedaron a oscuras por primera vez. Nosotros, los de entonces.


Isaac Rosa, La habitación oscura, Seix Barral, Barcelona, 2013, pp. 15-16.

[Lo que pueda contaros...], Javier Egea

miércoles, 30 de octubre de 2013
Distancia, Pierre Pellegrini

Lo que pueda contaros
es todo lo que sé desde el dolor
y eso nunca se inventa.

Porque llegar aquí fue una larga sentina,
un extraño viaje,
una curva de sangre sobre el río,
mientras todo era un grito
y ya se perfilaba resuelto en latigazos
el crepúsculo.

Las historias se cuentan con los ojos del frío
y algún sabor a sal y paso a paso
—lengua y camino—
porque la sangre se nos va despacio,
sin borbotón apenas,
desmadejadamente por los labios.

Las historias se cuentan una vez y se pierden.


Javier Egea, Poesía completa (Volumen I), Bartleby, Madrid, 2013.

LXIX, Mario Levrero

lunes, 28 de octubre de 2013

LXIX

   —Capitán —le dije al idiota—, los hombres están agotados.
   El idiota se secó el sudor de la frente y me miró con cansancio esbozando una sonrisa triste.
   —Lo sé —respondió.
   Me mandó dar la orden de descanso. Los hombres se dispersaron, se sentaron en troncos o en el suelo, se quitaron las botas, se frotaban y acariciaban los pies llagados y cuarteados.
   —Capitán —le dije, en nuevo aparte—, ¿no sería mejor abandonar la lucha? ¿Volver al castillo? ¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí, dando vueltas sin sentido?
   —Hace tiempo —respondió—, hace mucho tiempo que he abandonado la lucha. Hace mucho tiempo que lo único que busco es la forma de salir.
   —¿La brújula?
   —Enloquecida. Señala cualquier dirección. Todas las direcciones.
   —¿Las estrellas?
   —¿Quién ha visto una puta estrella desde este puto bosque?
   El Capitán se quitó la gorra ajada y sucia y la arrojó al suelo con furia. Quedé en silencio unos instantes.
   —¿Por qué razón era que habíamos venido? —pregunté, al fin.
   —Nadie lo recuerda exactamente. Había un enemigo contra quien luchar, pero ni siquiera sé, ahora, si alguna vez supimos de quién trataba.
   —Teníamos consignas.
   —Teníamos fe en el triunfo.
   —Sabíamos lo que queríamos.
   —Nuestra causa era justa.
   —¿Y ahora?
   —Ahora, hay que seguir luchando. Luchando contra el bosque. El enemigo verdadero es el bosque. El otro, la razón de que estemos aquí, ha desaparecido tal vez hace mucho. ¿Y cómo lo reconoceríamos?
   —Hemos perdido muchos hombres.
   —Hemos de perder muchos más todavía.
   —¿Y qué será de nuestras mujeres, de nuestros hijos en el castillo?
   —Tal vez nos hayan olvidado. Tal vez nos den por muertos. Tal vez ellas se hayan casado nuevamente. ¿Evaristo?
   —Muerto. Hace meses.
   —¿Humberto?
   —Muerto, también, hace años, creo.
   —¿Esteban?
   —Muerto o desaparecido.
   —Muerto por las fieras.
   —Este bosque parece infinito.
   —Tal vez lo sea.
   —¿Y el castillo?
   —¿Existió alguna vez el castillo?
   El Capitán dio la orden de formar filas y seguir adelante, abriéndose paso a machete. Algunos no pudieron obedecer. La fatiga, la fiebre.
   —¿Qué hacemos? —pregunté.
   —Adelante —respondió el Capitán.
   Y dando el ejemplo sacó el machete y comenzó a abrirse paso por centésima, por milésima vez en el bosque. Los hombres se tambaleaban o se arrastraban detrás de nosotros. Un ejército de desechos humanos.
   Y el otro enemigo era el silencio.


Mario Levrero, Caza de conejos, Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2012.

[Hay sólo fragmentos], James Salter

domingo, 27 de octubre de 2013
Sombra, Andy Warhol


   Un día perfecto comienza por la muerte, por la apariencia de la muerte, de una honda capitulación. El cuerpo está flojo, el alma se ha expandido, todo fortaleza, incluso aliento. No existe la facultad del bien o del mal, la luminosa superficie de otro mundo está cerca, envolvente, las ramas de los árboles tiemblan fuera. Por las mañanas él despierta despacio, como si el sol le tocara las piernas. Está solo. Huele a café. El pelaje tabaco de su perro absorbe la luz ardiente. [...]
   No hay una vida completa. Hay sólo fragmentos. Hemos nacido para no tener nada, para que todo se nos pierda entre los dedos. Y, sin embargo, esta pérdida, este diluvio de encuentros, luchas, sueños... hay que ser irreflexivo, como una tortuga. Hay que ser resuelto, ciego. Pues cualquier cosa que hagamos, incluso que no hagamos, nos impide hacer la cosa opuesta. Los actos demuelen sus alternativas, he aquí la paradoja. La vida, por tanto, consiste en elecciones, cada cual definitiva y de poca trascendencia, como tirar piedras al mar. Hemos tenido hijos, pensó; nunca podremos no tener hijos. Hemos sido mesurados, jamás sabremos lo que es despilfarrar nuestra vida... 


James Salter, Años luz, Muchnik, Barcelona, 1999, pp. 44-45.

La otra maja, Michel Gaztambide

sábado, 26 de octubre de 2013
Maja, bikini y Goya, Mercedes Casas Ocampo

LA OTRA MAJA

Mi amor
Tu cuerpo arqueándose por el placer
Está clavado en mi cabeza

Como un cuadro en un museo
Puedo verlo cada día
Pero no me lo dejan llevar a casa.


Michel Gaztambide, Moscas en los incunables, Huacanamo, Barcelona, 2011.

Cuna, José Luis Torres Vitolas

jueves, 24 de octubre de 2013
Bebé (cuna), Gustav Klimt

CUNA

   Sueña. El bebé llora. Se levanta exhausta, otra vez, como hace tres horas. Le da el pecho, le cambia el pañal, lo arrulla y lo acuesta. Siempre lo dicen: los primeros meses no se duerme. Vencida, se deja caer de nuevo sobre las mantas. En la oscuridad, por instinto, estira la mano hacia su hijo. Le acaricia con suavidad, como queriendo abrigar un recuerdo hasta que, finalmente, se rinde ante el cansancio. Y toda la noche permanece así, echada en la cama, sin querer despertar, soñando feliz junto a la cuna vacía.


José Luis Torres Vitolas, L, Albatros, Genève, 2010, p. 36.

[Libro prestado], Malcolm Lowry

lunes, 21 de octubre de 2013
Principio de la memoria que se toma prestada, Nina Todorović


   M. Laruelle contempló de nuevo las guardas del libro y luego lo cerró sobre el mostrador. Arriba la lluvia tamborileaba sobre el tejado del cine. Hacía dieciocho meses que el cónsul le había prestado el manoseado volumen marrón de teatro isabelino. En aquella época Geoffrey e Yvonne llevaban separados acaso cinco meses. Seis más transcurrieron antes de que ella volviera. En el jardín del cónsul erraban sombríos y a la deriva entre las rosas, el plúmbago y las ceriflores «como préservatifs dilapidados», según había firmado el cónsul dirigiéndole una mirada diabólica, una mirada casi oficial a la vez, que ahora parecía haber dicho: «Ya sé, Jacques, que quizá nunca me devuelvas el libro; pero imagina que te lo presté precisamente por esa razón, para que un día llegues a lamentar no habérmelo devuelto. ¡Ah! Entonces podré perdonarte, pero ¿podrás perdonarte a ti mismo? No sólo por no haberlo devuelto, sino porque, ya entonces, el libro se habrá convertido en emblema de lo que es imposible devolver».


Malcolm Lowry, Bajo el volcán, Tusquets, Barcelona, 1997, p. 49.

La caída, Julia Uceda

sábado, 19 de octubre de 2013
La caída de Ícaro, Marc Chagall
LA CAÍDA

Hay que ir demoliendo,
poco a poco, la sombra
que vemos. Que nos dieron.
Que nos dijeron: «eres».
Hay que apretar las sienes
entre los dedos. Hay
que asentir a ese punto
—comienzo, duda o hueco—
que yace dentro.
                         Y es preciso
que en una noche todo arda
—el «eres», el «seremos»—
y un terror polvoriento
nos muestre su estructura.
Es urgente bajarse
de los dioses. Tomar
el fuego entre las manos.
Destruir esos «yo» que nos presentan
una hilera de sombras agotadas.
Y dejarse caer sobre el principio
de la vida. O del sueño.
Ser solamente vida
presente. Sin recuerdo
de ayer ni de mañana.


Julia Uceda, En el viento, hacia el mar (1959-2002), Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2002 p. 96.

[La gente de la sala...], Steve Tesich

martes, 15 de octubre de 2013
 Océano Pacífico #302, Hiroshi Sugimoto


   La gente de la sala no había podido evitar oír lo que le había dicho la mujer y ahora se volvieron para mirarlo, preguntándose quién sería y qué debía de haber hecho.
   —Por favor —dijo la mujer, haciendo un gesto hacia la puerta.
   Saul cogió el sobre de papel manila que ella le ofrecía y se las apañó como pudo para bajar las escaleras y salir de la casa.
   Dentro del sobre estaba la carta que le había escrito al señor Houseman, suplicándole su perdón.
   Su necesidad de perdón había sido tan enorme que ni siquiera se le había ocurrido que existieran transgresiones imperdonables.
   La casa del Viejo estaba situada en el cañón de Topanga, y Saul bajó a toda velocidad el cañón, con los árboles resecos por la falta de lluvia elevándose por encima de él a ambos lados de la carretera y formando un túnel de árboles con las ramas entretejidas. Y luego, de pronto, vio cómo el océano Pacífico salía lanzado de aquel túnel. Su enormidad, recordándole a la enormidad humana y a su propia incapacidad para estar a la altura de ella, hizo que le doliera el corazón y que le ardieran de vergüenza las mejillas.


Steve Tesich, Karoo, Seix Barral, Barcelona, 2013, p. 508.

[Imposible reflejar], Joseph Conrad

sábado, 12 de octubre de 2013
 Niña con máscara de muerte (Ella juega sola), Frida Kahlo


  No, es imposible; imposible reflejar las sensaciones vivas de otro momento de la existencia, todo eso que le da verdad, y significado, su esencia penetrante y sutil. Es imposible. Vivimos como se sueña: solos…


Joseph Conrad, Alma negra, Espuela de Plata, Sevilla, 2006, pp. 57-58.

[A veces aconsejamos...], José Ovejero

miércoles, 9 de octubre de 2013
Norte Sur, Joan Miró


   —A veces aconsejamos a los demás que hagan justo aquello que hemos hecho nosotros y nos ha vuelto desgraciados.
   —Te ha quedado muy bien. ¿De quién es la frase?
   —Creo que mía. Pero no estoy seguro.
   —Un poco dura, dadas las circunstancias.
   —Las circunstancias son una mierda.
   —¿Sabes lo que encontré el otro día en un cajón? Una caja de píldoras anticonceptivas. Ni la había abierto. Y ¿sabes lo que encontré unos días antes? La tarjeta de embarque del último viaje de vacaciones que he hecho. Han pasado tres años. No creas que aspiro a mucho. A estar con alguien, hombre, mujer o perro, sentir que las cosas que me pasan no me pasan a mí sola.
   —Un perro no sería complicado.
   —Vale, tacha el perro. O al menos estar sola por decisión propia.
   Me levanto sin pensarlo y voy hacia ella. Ya se han encendido todas las luces alrededor y el perfil de las montañas se ha fundido con la noche.
   —Pero no lo has decidido aún.
   Sacude la cabeza muy seria, toda ojos y ceño fruncido, toda pesar y dientes apretados. La abrazo. Su cuerpo se tensa ligeramente y estoy seguro de que me va a rechazar, pero poco a poco se ablanda, se abandona y olvida, me acepta al menos para apoyarse y descansar unos segundos en los que ella mira al sur y yo al norte, pero tengo la impresión de que estamos viendo lo mismo.
  

José Ovejero, La invención del amor, Alfaguara, Madrid, 2013, pp. 140-141.

Ticket de estacionamiento

lunes, 7 de octubre de 2013
El aparcamiento del supermercado II, Jeffrey Smart

TICKET DE ESTACIONAMIENTO

   Decime, Aurelio, decime vos que salís de ahí, si viste a Laura, si seguía dentro del auto aún; el bolso abierto para agarrar un pañuelo o si recién se había secado aquel rímel como aluvión de tierra por su cara; decime, Aurelio, que sólo ese pañuelo, la billetera, un espejo en ese bolso, tal vez el libro que pensaba regalarme de ser otros sus labios; pero hasta ahí, Aurelio, y decime que lloraba agua y no cristal roto, decime que la palabra revólver era nomás un disparo al aire, decime que podrá torcerme la cara porque habrá una próxima vez que me vea, que su corazón latirá y se helará y volverá a latir para aquellos que aún sin saberlo la están esperando. Decime, Aurelio, sólo decime que podrías regresar ahorita mismo y ronronear a la orilla del auto, maullar mientras podés ver a Laura y tenés que apartar tu patita de la puerta porque ya está saliendo y te acaricia y en tu pelaje gris la huella de una mano triste.

[No es agradable el momento...], Steve Tesich

domingo, 6 de octubre de 2013
 El presente, René Magritte


No es agradable el momento en que para mejorar tu vida solamente te puedes derrocar a ti mismo.


Steve Tesich, Karoo, Seix Barral, Barcelona, 2013, p. 65.

[Cuando falten las palabras], Samuel Beckett

viernes, 4 de octubre de 2013
Tierra baldía, Man Ray


   Todavía lo tenue todavía aún. Siempre que todavía lo tenue todavía de algún modo aún. De cualquier modo aún. Con palabras que empeoren. Mirada que empeore. Para que se vea la nada. Hacia la nada por ver. Por ver tenue. Igual que ahora a modo de algún modo aún ¿dónde en ninguna parte todos juntos? Los tres juntos. ¿Dónde allí peor vistos los tres por última vez? Espalda encorvada sin más. Descalzo avanza lento el par. Cráneo y mirada sin párpados. ¿Dónde en la angosta inmensidad? Di sólo inmensidades de distancia. En ese angosto vacío inmensidades de vacío de distancia. Mejor peor más tarde.
   ¿Qué cuando falten las palabras? Ninguna para qué entonces. Pero di a modo de algún modo aún de algún modo que tenga que ver con la vista. Con menos vista. Todavía tenue y así y todo… No. En modo alguno así aún. Di mejor peor palabras que faltan cuando en modo alguno aún. Todavía tenue y en modo alguno aún. Todo visto y en modo alguno aún. ¿Qué palabras para qué entonces? Ninguna para qué entonces. Sin palabras para qué cuando falten las palabras. Para qué cuando en modo alguno aún. De algún modo en modo alguno aún.


Samuel Beckett, Rumbo a peor, Lumen, Barcelona, 2001, p. 51.

[Ahora], Ernest Hemingway

jueves, 3 de octubre de 2013
Pinos en la ciénaga, Vincent van Gogh


   Estaban tan juntos, que mientras se movía la manecilla que marcaba los minutos, manecilla que él ya no veía, sabían que nada podría pasarle a uno sin que le pasara también al otro; que no podría pasarles nada sino eso; que eso era todo y para siempre, lo que había sido y el ahora y lo que estaba por llegar. Esto, lo que no iban a tener nunca, lo tenían. Lo tenían ahora y antes y ahora, ahora y ahora. Ah, ahora, ahora, ahora; este ahora único, este ahora por encima de todo; este ahora como no hubo otro, sino solo este ahora y ahora es el profeta. Ahora y por siempre jamás. Ven ahora, ahora, porque no hay otro ahora más que ahora. Sí, ahora. Ahora, por favor, ahora; el único ahora. Nada más que ahora. ¿Y dónde estás tú? ¿Y dónde estoy yo? ¿Y dónde está el otro? Y ya no hay porqué; ya no habrá nunca porqué, solo este presente, y de ahora en adelante sólo habrá ahora, siempre ahora, desde ahora sólo un ahora; desde ahora sólo hay uno, no hay otro más que uno; uno que asciende, parte, navega, se aleja, gira; uno y uno es uno; uno, uno, uno. Todavía uno, todavía uno, uno que desciende, uno suavemente, uno ansiadamente, uno gentilmente, uno felizmente; uno en la bondad, uno en la ternura, uno sobre la tierra, con los codos pegados a las ramas de los pinos, cortadas para hacer el lecho, con el perfume de las ramas del pino en la noche, sobre la tierra, definitivamente ahora con la mañana del día siguiente que va a venir.
  
  
Ernest Hemingway, Por quién doblan las campanas, DeBolsillo, Barcelona, 2012, pp. 502-503.

[Las esperanzas...], Yukio Mishima

martes, 1 de octubre de 2013
Esperanza, Tōkō Shinoda


   Las esperanzas por cuya fruición no se teme no son realmente esperanzas, sino, y en último análisis, una de las formas en que se manifiesta la desesperación.

 
Yukio Mishima, Sed de amor, Alianza, Madrid, 2008.

Piscina improvisada, Jorge Riechmann

domingo, 29 de septiembre de 2013
Dos gorriones en vuelo, Ohara Koson

PISCINA IMPROVISADA

   Habían regado; se había formado un charquito debajo del banco. Cinco o seis gorriones encontraron ahí la ocasión para el mejor baño de finales del verano. Entraban, retozaban un poco, agitaban las alas, salían, volvían a entrar. Su alegría era contagiosa. Qué frescor y qué vivacidad compartida: al final de ese baño, era el espectador quien se sentía limpio.


Jorge Riechmann, Fracasar mejor, Olifante, Tarazona, 2013.

El ruido del tiempo, Roger Wolfe

viernes, 20 de septiembre de 2013
Las horas, Paul Sérusier

EL RUIDO DEL TIEMPO

Ahí fuera, en la noche,
pasa un camión
con un ruido que de pronto
me hace pensar en los 70:
viejas carreteras,
desangeladas estaciones de servicio,
cafeterías cutres...;
España como era.
¿Triste? No lo sé.
El tiempo se nos va. Y eso
es lo más triste de todo.


Roger Wolfe, Gran esperanza un tiempo, Renacimiento, Sevilla, 2013, p. 45.

[Decir es inventar], Samuel Beckett

martes, 17 de septiembre de 2013


  Sí, incluso en aquel tiempo, cuando todo empezaba ya a difuminarse, partículas y ondas, la condición del objeto era ya carecer de nombre, y a la inversa. Ahora digo esto, pero en el fondo, ¿qué puedo saber de aquella época ahora, cuando granizan sobre mí palabras glaciales de sentido y el mundo muere así, indignamente, pesadamente nombrado? Sé lo que saben las palabras y las cosas muertas, y todo ello forma una pequeña y bonita suma, con un comienzo, una mitad y un final, como en las frases bien construidas y en la larga sonata de los cadáveres. Y no tiene mucha importancia que diga esto u otra cosa. Decir es inventar. Sea falso o cierto. No inventamos nada, creemos inventar, evadirnos, cuando en realidad nos limitamos a balbucear la lección, los restos de unos deberes escolares aprendidos y olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos.


Samuel Beckett, Molloy, Alianza, Madrid, 2012, pp. 46-47.

[El pasado se relega...], Jerôme Ferrari

sábado, 14 de septiembre de 2013
La tierra de los recuerdos olvidados, Kasia Derwinska


   El pasado se relega al olvido, mon capitaine, pero nada puede comprarlo. Ya nadie se interesa por usted, aparte de usted mismo. El mundo ya no sabe quién es usted y Dios no existe. (…) No es ningún secreto. Tenemos tan poca memoria. Desparecemos como generaciones de hormigas y todo ha de empezar de nuevo. El mundo es un pedagogo mediocre, mon capitaine, no sabe más que repetir indefinidamente las cosas y somos escolares renuentes, mientras la lección no se haya inscrito dolorosamente en nuestra carne, no escuchamos, miramos para otro lado y nos indignamos ruidosamente cuando se nos llama al orden.


Jerôme Ferrari, Donde dejé mi alma, Demipage, Madrid, 2013, pp. 27-28.

[Las imágenes de la preciosa Lily...], Juan Bonilla

jueves, 12 de septiembre de 2013
Los amantes en el cielo rojo, Marc Chagall


   Las imágenes de la preciosa Lily le martirizaban de madrugada, el momento en que abandonaba la sala donde leía sus poemas, sus apariciones estelares en sus sueños: era un niña saltando a la comba con sus sienes, era una boxeadora magullando su rostro de piedra, era una puta esperándolo bajo un farol, era una señorita conducida en trineo por un cochero de gala, era La Gioconda, estaba harto de copiarla una y otra vez y de saber al terminar cada una de las copias que la auténtica estaba colgada en un museo o en la casa de Osip Brik, tenía que robarla, no le iba a quedar más remedio que robarla y aprender que amar es arrancarse de las sábanas desgarradas del insomnio, que no tenía que ver con los paraísos de dulzura que nos vendían los simbolistas tétricos, sino el asalto rugiente de una tempestad de fuego y de agua.


Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones, Seix Barral, Barcelona, 2013, p. 52.