[Como un bosque], James Salter

viernes, 29 de noviembre de 2013
Abedules. Manchas de luz, Arkhip Kuindzhi


   A primeras horas de la tarde tomaron chocolate y peras. La luz había cambiado. El sol se había escondido detrás de unas nubes; el día perdió su fuente. Viri jugó con todas ellas a un juego árabe con alubias. A la postre las dejó ganar.
   —¿Hay más chocolate caliente? —preguntó.
   —Haré más —dijo Negra.
   Las gaviotas en el río parecían estar de pie sobre el agua. El hielo era invisible. El reflejo de las aves era oscuro; sus patas se veían como líneas negras. Un dosel de música en la habitación, una bandeja con tres tazas, terrones blancos de azúcar en un cuenco, muchos libros.
   Su vida es misteriosa, es como un bosque; desde lejos parece una unidad que cabe comprender y describir, pero más cerca empieza a separarse, a disolverse en luz y sombra de una densidad que ciega. Dentro de esa vida no hay forma, sólo un detalle prodigioso que llega a todas partes: sonidos exóticos, astillas de luz solar, follaje, árboles caídos, animalillos que huyen al oír el crujido de una rama, insectos, silencio, flores.
   Y todo esto, dependiente, estrechamente entretejido, todo esto es engañoso. Hay en realidad dos clases de vida. Hay, como dice Viri, la que la gente cree que estás viviendo y hay la otra vida. Es esta otra la que causa el problema, la que anhelamos ver.
   —Ven aquí, Hadji —dice.
   El perro, ya todo él lleno de perspicacia, todo él valentía, todo él amor, parece alerta pero no comprende.


James Salter, Años luz, Muchnik, Barcelona, 1999, p. 29.

La habitación del suicida, Wisława Szymborska

miércoles, 27 de noviembre de 2013

LA HABITACIÓN DEL SUICIDA

Seguramente crees que la habitación estaba vacía.
Pues no. Había tres sillas bien firmes.
Una lámpara buena contra la oscuridad.
Un escritorio, en el escritorio una cartera, periódicos.
Un buda despreocupado. Un cristo pensativo.
Siete elefantes para la buena suerte y en el cajón una agenda.
¿Crees que no estaban en ella nuestras direcciones?

Seguramente crees que no había libros, cuadros ni discos.
Pues sí. Había una reanimante trompeta en unas manos negras.
Saskia con una flor cordial.
Alegría, divina chispa.
Odiseo sobre el estante durmiendo un sueño reparador
tras las fatigas del canto quinto.
Moralistas,
apellidos estampados con sílabas doradas
sobre lomos bellamente curtidos.
Los políticos justo al lado se mantenían erguidos.

No parecía que de esta habitación no hubiera salida,
al menos por la puerta,
o que no tuviera alguna perspectiva, al menos desde la ventana.

Las gafas para ver a lo lejos estaban en el alféizar.
Zumbaba una mosca, o sea que aún vivía.

Seguramente crees que cuando menos la carta algo aclaraba.
Y si yo te dijera que no había ninguna carta.
Tantos de nosotros, amigos, y todos cupimos
en un sobre vacío apoyado en un vaso.


                                                                     Wisława Szymborska

[El único mundo], J. M. Coetzee

jueves, 21 de noviembre de 2013
Pájaros jerárquicos, Mark Rothko


   —Entonces, si me transfirieran al Muelle Siete o al Muelle Nueve, sería más fácil. Podría pasar semanas sin trabajar.
   —Correcto. Si trabajase en el Siete o el Nueve sería más fácil. Pero no tendría un trabajo de jornada completa. Así que, en conjunto, está mejor en el Dos.
   —Ya veo. Así que, después de todo, es una suerte que esté aquí en este muelle, en este puerto, en esta ciudad y en este país. Nada puede ir mejor en el mejor de los mundos posibles.
   Álvaro frunce el ceño.
   —Este no es un mundo posible —dice—. Es el único. Si eso lo convierte en el mejor o no, no debemos decidirlo ni usted ni yo.
   Se le ocurren varias respuestas, pero se contiene. Tal vez, en este mundo que es el único mundo sea más prudente dejarse de ironías.


J. M. Coetzee, La infancia de Jesús, Mondadori, Barcelona, 2013, p. 50.

Dos puntos, Mónica Lavín

martes, 19 de noviembre de 2013
Amor, nacimiento y muerte, y enfermedad y qué es la felicidad, Yayoi Kusama


DOS PUNTOS

   Sedúceme con tus comas, con tus caricias espaciadas, tu aliento respirable y tus atrevimientos continuos; colócame el punto y coma para cambiar las caricias por largos besos y frases susurradas boca a boca. Haz un punto y seguido para desatarte de mí y contemplar mi desnudez sobre tu cama, ahora interrumpe con guiones para soltar un halago sobre mi cuerpo y su huella en el tuyo recorrer con la mirada el talle y el hundimiento en la cintura, el ascenso en la cadera, la larga prolongación de las piernas rematadas por un pie que no resistes besar. Embísteme sin mi rechazo y tortúrame con la altivez de tu deseo arrastrándome muy lejos (al borde del abismo entre paréntesis y sin comas por favor), ahora desenvaina tus puntos suspensivos... maldito trío de puntos ese espacio sin nombre no se alcanza.
   Un punto y aparte para calmar el temblor de mi cuerpo y sonreírte al tiempo que me das de beber del vino espumoso en una copa. Borro mis interrogaciones. Toda una antesala para retomar tus comas y regalarme la humedad de tu boca y la suavidad de tu respiración en mis orejas, cuello, nuca, hombros; atacar con puntos y comas nuevamente para buscar con tu dedo un clítoris congestionado, pasar tu lengua entre esos labios escondidos y saborear mis secreciones robármelas entre guiones y atizar de nuevo en mi centro ardiente ocupándolo, sosteniendo el ascenso ¡inminente! con signos de exclamación, la eyaculación inevitable... hasta acabar con los puntos suspensivos y vaciarte todo en mí y desplomarte extenuado, aliviado y amoroso en mi cuerpo complacido.
   De nuevo un punto y aparte para dormir sobre mi pecho y poner punto final al entrecomillado "acto" que en este caso es un hecho amoroso sin ningún viso de actuación.
   Si estoy equivocada, felicito tu dominio de la puntuación.
   Punto final.


Mónica Lavín, Retazos, Praxis, México D.F., 2007.

[Volar no tiene esquinas...], Eloy Tizón

domingo, 17 de noviembre de 2013


   Volar no tiene esquinas. El interior del aparato es un saloncito con pocos ángulos rectos. Nada de recovecos. Todo se curva, se dobla, se feminiza, porque los ingenieros aeronáuticos han decidido que en las alturas es preferible que el alma humana se abarquille y desenfoque. Las azafatas nos dan la razón en todo.
   Huele a tostadas con bacon y a tinta de periódico; una fritura impresa. Hoy el cielo está representativo. Algo empieza y algo termina, un ojo se apaga y otro se enciende. ¿Por qué no nos movemos? ¿Falta mucho para llegar? Nuestro cuerpo va por delante. El centro de gravedad cambia y el eje del mundo se inclina como un enfermo con sed. Un infierno nos propulsa; tenemos fuego en la espalda. En la pantalla, un gráfico digital nos informa del avance a trompicones de un avioncito de juguete, de trazo tosco, sobre un océano de cómic: por allí vamos. El espacio se disgrega y los minutos tiritan. Caemos hacia lo alto. Todo es presente. No tenemos ningún futuro al que volver.


Eloy Tizón, Técnicas de iluminación, Páginas de Espuma, Madrid, 2013, p. 75.

[¡Prohibido pisar el césped!], Henry Miller

sábado, 16 de noviembre de 2013
Visión bajo el agua, Odilon Redon


   Yo siempre creía en algo y, por eso, me metía en líos. Cuantos más palmetazos me daban, más firmemente creía. Yo creía… ¡y el resto del mundo, no! Si sólo se tratara de soportar el castigo, podrías seguir creyendo hasta el final; pero la actitud del mundo es mucho más insidiosa. En lugar de castigarte, te va minando, excavando, quitando el terreno bajo los pies. No es traición siquiera. La traición es comprensible y combatible. No, es algo peor, algo más bajo que la traición. Es un negativismo que te hace fracasar por intentar abarcar demasiado. Te pasas la vida consumiendo energía en intentar recuperar el equilibrio. Eres presa de un vértigo espiritual, te tambaleas al borde del precipicio, se te ponen los pelos de punta, no puedes creer que bajos tus pies haya un abismo insondable. Se debe a un exceso de entusiasmo, a un deseo apasionado de abrazar a la gente, de mostrarles tu amor. Cuanto más tiendes los brazos hacia el mundo, más se retira. Nadie quiere amor auténtico, odio autentico. Nadie quiere que metas la mano en sus sagradas entrañas: eso sólo debe hacerlo el sacerdote en la hora del sacrificio. Mientras vives, mientras la sangre está caliente, has que fingir que no existen cosas tales como la sangre y el esqueleto bajo la envoltura de la carne. ¡Prohibido pisar el césped! Por ese lema se guía la gente en su vida. […]
   Si no te crucifican, como a Cristo, si consigues sobrevivir, seguir viviendo y superar la sensación de desesperación y futilidad, ocurre otra cosa curiosa. Es como si hubieras muerto de verdad y hubieses resucitado efectivamente; vives una vida supranormal […]. No existe una diferencia fundamental, inalterable, entre las cosas: todo es cambio, todo perecedero. La superficie de tu ser se desintegra sin cesar; sin embargo, por dentro te vuelves duro como un diamante. Y quizá sea ese núcleo duro, magnético, dentro de ti lo que atrae a los otros hacia ti de grado o por fuerza. Una cosa es segura: que cuando mueres y resucitas, perteneces a la tierra y todo lo que sea de la tierra es inalienablemente tuyo. Te conviertes en una anomalía de la naturaleza, un ser sin sombra; nunca volverás a morir, sólo desaparecerás como los fenómenos que te rodean.


Henry Miller, Trópico de Capricornio, Cátedra, Madrid, 2010 (1988), pp. 119-122.

[Sin seguro], Steve Tesich

viernes, 15 de noviembre de 2013
Arco de un ángel, Maia Spall


   Tal vez, pensó, tal vez Elke Höhlenrauch tenía razón. Tal vez el dolor que sentía en la zona inferior de la espalda era una simple consecuencia de que se le estaba contrayendo la columna.
   Cuando menos columna, más dolor.
   Hasta que al final uno era todo dolor y se quedaba sin columna.
   Suspiró. Hasta suspirar con libertad hacía que le doliera la espalda, de manera que fue un suspiro dolorido y constreñido.
   Pensar en Elke le recordó que seguía sin seguro médico.
   Y sin seguro de ninguna clase. […]
   No había seguro completo contra la locura y la tragedia, ni tampoco contra los destinos sin alcanzar y los anhelos sin satisfacer.


Steve Tesich, Karoo, Seix Barral, Barcelona, 2013.

[Hoy hace seis meses...], Sándor Márai

martes, 12 de noviembre de 2013


   Hoy hace seis meses que murió, a las dos menos veinte de la tarde. Le cogí la muñeca, aunque no se puede determinar el momento de la muerte con un cronómetro. Creo que no existe un «momento» exacto en que uno deja de existir. La muerte es un proceso acompasado que cuando ya parece haberse producido, sigue ocurriendo.


Sándor Márai, Diarios 1984-1989, Salamandra, Barcelona, 2008.

[Señal], Ricardo Piglia

sábado, 9 de noviembre de 2013
La muerte verde, Odilon Redon


   No sé si uno puede conocer (o decir que conoce) a una mujer por haber pasado unas noches con ella, pero conocía la intensidad de Ida y eso era todo. La voluntad de ir hacia algún lado sin pensar en el regreso ni en las consecuencias. No iba a poder terminar ninguno de sus proyectos, todo se había cortado de pronto. Era tan joven, además, eso era todavía más triste. Tendría que haber una señal que identificara a los que mueren sin envejecer.


Ricardo Piglia, El viaje de Ida, Anagrama, Barcelona, 2013, p. 82.

[Aquellas palabras...], Samuel Beckett

viernes, 8 de noviembre de 2013
El arte de la conversación, René Magritte


   Aquellas palabras se inscribieron para siempre en mi memoria, sin duda porque las entendí de buenas a primeras, lo que en mí no es frecuente. No porque fuese duro de oído, porque tengo el oído bastante fino, y percibo quizá mejor que nadie los ruidos sin un sentido determinado. ¿De qué se trataba entonces? Quizá de un fallo del entendimiento, que sólo resonaba si era percutido varias veces, o, si se prefiere, que resonaba, pero a un nivel inferior al raciocinio, si es posible concebir tal cosa, y es posible concebir tal cosa, puesto que yo la concibo. Sí, las palabras que oía, y las oía bastante bien, porque era bastante fino de oído, las oía la primera vez, e incluso a veces la segunda, y a menudo también la tercera, como puros sonidos, libres de toda significación, y probablemente era ésta una de las razones de que conversar me resultara indescriptiblemente penoso. Y las palabras que yo pronunciaba y que casi siempre debían estar en relación con un esfuerzo de la inteligencia, me parecían a menudo el zumbido de un insecto. Lo cual explica que yo fuese poco conversador, me refiero a esta dificultad que tenía no sólo para comprender lo que decían los otros, sino también lo que yo les decía a ellos. Cierto que con un poco de paciencia nos llegábamos a comprender, pero respecto a qué, pregunto yo, y con qué finalidad.


Samuel Beckett, Molloy, Alianza, Madrid, 2012, pp. 74-75.

Ayer, José Luis Torres Vitolas

martes, 5 de noviembre de 2013
Líneas caligráficas azules en azul oscuro, Jiro Yoshihara

AYER

   Él era un hombre sin peripecias. Su rostro limpio, impecable en todo momento, era el escrupuloso diario abierto de su vida.
   Solía pasar el día a poca distancia de sí mismo, revisando siempre sus propios actos de soslayo. En ocasiones muy limitadas, algún suceso repetido, demasiado cotidiano, le causaba un poco de alborozo y su boca, usualmente desparramada, se llenaba de curiosidades.
   Solo entonces se ponía a escribir. Cartas, en general. Y mientras la tinta corría como un hilo azul, se volcaba hacia el papel, hacia sus parientes, amigos, antiguas novias, todos ellos ficticios, con la única esperanza de convertirse, al fin, en un recuerdo.


José Luis Torres Vitolas, L, Albatros, Genève, 2010, p. 74.

[La noticia de que se trató de un suicidio...], Piedad Bonnett

sábado, 2 de noviembre de 2013
Esta oscura claridad que cae de las estrellas, Anselm Kiefer


   La noticia de que se trató de un suicidio hace que muchos bajen la voz, como si estuvieran oyendo hablar de un delito o de un pecado. Un pariente me llama para decirme que siente mucho lo del accidente. Yo, un tanto envalentonada por el dolor, no paso por alto el término que soslaya la verdad: no fue un accidente, digo. Entonces la voz del otro lado reacciona, y pregunta si acaso no lo atropelló un cano. Ahora comprendo con exactitud de qué se trata. No, no lo atropelló un carro. Daniel se suicidó, digo. Un silencio. Alguien, evidentemente, ha mentido a mi pariente, un hombre mayor, religioso, intolerante. Qué cosa más rara, dice con torpeza. Da unas condolencias confusas, cuelga.
   Y es que la sola palabra suicidio asusta a muchos interlocutores. En varios de los correos que recibo se habla de «lo que ha sucedido», o simplemente se soslaya el hecho mismo con expresiones como «te acompaño en estos momentos», o «te pienso todo el tiempo».
   Pero suceden otras cosas, menos comprensibles: la funcionaria de un fondo de ahorros voluntario al que pertenezco hace quince años me escribe a mediados de julio para recordarme que estoy atrasada en dos cuotas. Yo le pido disculpas, le digo que la reciente muerte de mi hijo me ha distraído de mis deberes, y le solicito que me informe qué suma adeudo. A vuelta de correo recibo un seco informe sobre el monto que debo pagar, sin referencia alguna a mi duelo. A un amigo, un escritor extranjero que me llama a su paso por la ciudad, le doy la triste noticia. El hombre, después de un silencio, dice «lo siento, te llamo luego». También el director de una revista que me solicita un ensayo sobre poesía desaparece cuando en mi respuesta le explico que por ahora no tengo ánimos de escribir nada porque paso por el duelo de la muerte de mi hijo. Me asombra constatar que muchos de los intelectuales que conozco se abochornan ante la muerte, no saben abrazar, se paralizan al verme. En cambio, el maestro de obra que viene a casa hace más de veinte años para hacer reparaciones, se conmueve de manera evidente con la noticia, me expresa sus condolencias y dice, mostrándome los antebrazos desnudos: mire cómo me he puesto.


Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre, Alfaguara, Madrid, 2013, pp. 38-39.

[Desandar el tiempo], Isaac Rosa

viernes, 1 de noviembre de 2013


  Si hoy evocamos aquella primera vez la memoria nos burla, porque en la fotografía del recuerdo nos vemos pero no como éramos, sino como somos hoy. Con las ropas juveniles de entonces, sí, repartidos por los sofás de la planta de arriba como aquel día, pero en realidad con los cuerpos de hoy, con estos rostros que han acumulado gravedad, cansancio, desgaste; nos cuesta recordar quiénes fuimos. Tendríamos que hacer girar otra vez la moviola hacia atrás, desandar el tiempo para restaurar lo perdido y vernos como éramos. Haz la prueba, gira la manivela con fuerza y verás cómo la vida se revierte y según retroceden los años nos vamos quitando todo lo que hoy nos pesa; vemos cómo la piel se estira, borra sus manchas y recupera brillo, la carne aflojada se endurece, las ojeras se absorben, la columna vertebral se endereza, miles de pelos salen arrastrándose de los desagües para volver a ensartarse en el cuero cabelludo, el diente que alguien perdió regresa a su encía de donde expulsa al implante que se hizo pasar por él; vemos neuronas resucitar, células despertar para reconstruir músculos, huesos, órganos; la grasa se diluye en las arterias, el hollín de los pulmones se desprende y sale por las fosas nasales de vuelta a las chimeneas, tubos de escape y colillas que desde el cenicero crecen hasta volver a ser cigarrillos; litros de lágrimas evaporadas o desecadas en pañuelos y mangas se licuan y remontan a contracorriente las mejillas hasta introducirse en las glándulas lagrimales; si giras más rápido conseguirás que los hijos mengüen hasta volver al útero y se compriman en un óvulo que se reimplanta en el ovario no sin antes expulsar varias gotas de semen al exterior que se unen a toda aquella semilla dispersa por vaginas, preservativos y trozos de papel higiénico para meterse en las vergas originarias con la misma fuerza con la que un día salieron; si entre todos aceleramos la manivela conseguiremos que la habitación entera gire y en el torbellino los muertos que en estos años enterramos recompondrán sus órganos bajo tierra para salir de ataúdes y nichos sacudiéndose la tierra o, más difícil todavía, resurgirán de partículas de ceniza que desde una playa resisten el viento para volver al interior de la urna y de allí al crematorio donde el fuego los convertirá otra vez en cuerpos que al salir del horno serán llevados al hospital para abrir los ojos en una cama mientras los tumores se reducen y las células rechazan las radiaciones. Gira la habitación, el planeta entero invirtiendo su deriva para que borremos la firma de contratos de trabajo, hipotecas y libros de familia, para que deshagamos mudanzas volviendo a empaquetar todo, para que devolvamos a las fábricas y a la tierra todo lo consumido, y viajemos de espaldas por otros países dejándolos de conocer, y escupamos docenas de uvas de fin de año y vomitemos toneladas de comida y alcohol y saquemos de las venas medicamentos y sustancias tóxicas, y anulemos decisiones y revirtamos rupturas y solo así, rehaciendo todo ese camino de regreso, seríamos capaces de ser otra vez aquellos que un día se quedaron a oscuras por primera vez. Nosotros, los de entonces.


Isaac Rosa, La habitación oscura, Seix Barral, Barcelona, 2013, pp. 15-16.