[Vivir...], Samuel Beckett

sábado, 29 de marzo de 2014


   Vivir. Digo vivir y ni siquiera conozco su significado. Lo intenté sin saber qué intentaba. A pesar de todo quizás haya vivido sin saberlo. Me pregunto por qué hablo de estas cosas. Ah, sí, para distraerme. Vivir y hacer vivir. Ya no vale la pena enjuiciar las palabras. No están más huecas que lo que arrastran.


 Samuel Beckett, Malone muere, Alianza, Madrid, 2012, p. 30.

[Clavos], Jesús Zomeño

jueves, 27 de marzo de 2014
Clavos oxidados, Karen Brockney


   Un alemán llevaba un montón de clavos en el bolsillo. Buenos clavos, hierro grueso y con una longitud de tres pulgadas al menos, aunque ya estaban oxidados. No eran recientes. Entre tantas cosas que pudiera haber traído consigo, uno se pregunta por qué éste cogió de su casa precisamente un puñado de clavos. Acaso fuera carpintero y dejara a mitad de montar una mesa. No se puede dejar trabajo pendiente cuando empieza una guerra. Imaginároslo al despedirse, dejando el suelo lleno de tablones de madera y a su mujer llorando con el martillo en la mano. Muchos siguen soñando con el regreso y se aferran a unos clavos para simular que la vida seguirá siendo la misma cuando todo esto acabe.


Jesús Zomeño, "El coleccionista", Piedras negras, Lengua de Trapo, Madrid, 2013, pp. 15-16.

[El lenguaje, una herida], Jorge Riechmann

lunes, 24 de marzo de 2014


   El lenguaje, una herida (la conciencia lingüística, por ejemplo, como la de un ser que sabe que va a morir y que está desamparado ante la muerte); el lenguaje, lo que puede –a veces– curar esa herida. En ese espacio —el de una herida— trabaja la poesía.
   Porque somos seres de lenguaje, la poesía —que es algo así como lenguaje en su máxima intensificación; lenguaje inquieto, indagador, a veces un poco enloquecido— nos toca muy de cerca. Nos atañe especialmente. Y cuando nos dejamos guiar por ella, pueden abrírsenos puertas insospechadas.


Jorge Riechmann, El siglo de la gran prueba, Baile del Sol, Tegueste, 2013, p. 26.

Amor a prueba de bombas, Pablo Hasél

sábado, 22 de marzo de 2014


AMOR A PRUEBA DE BOMBAS

Abir vive en Gaza, es otra niña palestina
que a los 7 dibujaba los cadáveres
de niños a los que Israel asesina.
Nunca tuvo inocencia,
vio la casa de sus abuelos destruida
con el pretexto de que eran terroristas.
Ahora tiene 10, su padre fue asesinado
pero su madre le dice que está viajando.
A veces no puede ir al colegio por los disparos,
ya habla de venganza contra esos desalmados.
Nadie le ha dicho que lo haga, simplemente
es normal cuando a diario pisotean a su gente.
Miente a su madre diciéndole que no tiene miedo
pero los tanques la tienen nerviosa el día entero.
Tiene pesadillas en las que no vuelve a ver a papá.
Si supiera que lo torturaron hasta no poder respirar…

Aunque hay algo que la hace levantarse contenta:
hay un chaval que le gusta en su escuela e intenta
pensar sólo en el cuando el pánico la invade
y merodean muy cerca los sionistas cobardes.
Se llama Youssef y, como casi todo niño palestino,
tiene familia asesinada por este holocausto permitido.
El enamoramiento es mutuo; cogidos de la mano
vuelven a casa y el miedo parece cosa del pasado.
Dicen que de mayores de casarán en una Palestina libre,
es la firma de cada carta de amor que se escriben.
Es lo poco bonito que le queda a Abir,
odia esta situación pero no se quiere ir de su país.
Quiere luchar por lo que les pertenece,
honrar el recuerdo de los caídos aunque a veces
sólo se imagina a miles y miles de kilómetros de Gaza,
con Youssef, donde sus hijos no sufran amenazas.

Un día llega al colegio ilusionada pero él no está;
la profesora llora, en clase faltan tres niños más.
Les explica que han muerto en un bombardeo,
cómo lo va a callar si igualmente se iban a enterar…
La ansiedad lleva a Abir al hospital, no puede asumir
que sea tan cruel y despiadada la barbarie israelí.
Pasa una semana casi en coma; cuando despierta,
sólo puede pensar la sonrisa de Youssef y en un fusil.
Del amor al odio hay un paso y ellos la forzaron al camino
de acabar siendo una mártir del brazo armado palestino.


Pablo Hasél, Escribiendo con Ulrike Meinhof, 2012.

Mark Rothko contempla el horizonte en uno de sus cuadros, Lorenzo Oliván

jueves, 20 de marzo de 2014
Azul, verde y marrón, Mark Rothko


MARK ROTHKO CONTEMPLA EL HORIZONTE EN UNO DE SUS CUADROS

Allá en el horizonte
la realidad se curva, indefinible,
y no termina lo que se termina.

Quizá porque es el punto
en el que el ojo encuentra de repente
un giro inesperado a la visión.

La circular mirada que no acaba,
que envuelve y funde al fin
en sí lo contemplado.


Lorenzo Oliván, Nocturno casi, Tusquets, Barcelona, 2014, p. 83.

[Agua evolucionada], Agustín Fernández Mallo

miércoles, 19 de marzo de 2014


   Entre los libros que hay en la cabaña hay uno llamado La mer, escrito en el año 1861, de un tal Jules Michelet. En un párrafo habla del infructuoso intento por atrapar un pez con sus manos:
   me pareció idéntico al medio en el que se desenvolvía, y tuve por un momento la confusa idea de que el pez sólo era agua, agua animal, agua evolucionada.
   Pero ocurre con todo, ¿no es acaso el corazón una isla que evolucionó de la de arcilla, roja? ¿No es estar vivo, acaso, el estado sólido de un muerto, sólo eso?


Agustín Fernández Mallo, Limbo, Alfaguara, Madrid, 2014.

[Asteroides colisionan...], Tom Brinck

lunes, 17 de marzo de 2014
Creación del mundo III, Mikalojus Čiurlionis
 

Asteriodes colisionan
sin sonido…
Maniobramos entre fragmentos.
 

                                         Tom Brinck


Traducción: Anna Pantinat, en Revista de Letras

Calmantes, Isla Correyero

jueves, 13 de marzo de 2014


Nadie puede escapar de su subjetividad. Siempre hay 
un "yo" o un "nosotros" escondido en algún lugar de un 
texto, aunque nunca aparezca el pronombre como tal.

Siri Hustvedt
CALMANTES

El dolor calma el dolor. Lo trae y se lo lleva otro dolor más fuerte y a este otro más lento y otro más asesino y otro más silencioso.

Así dolor y más dolor se van calmando unos a otros hasta llegar al punto maduro de la muerte.

Cuento mi vida porque no sé contar la vida de los otros y porque sé que en mi vida está la de los otros Y sé que mi dolor primero comenzó en la infancia perro mío que tuve un galgo velocísimo él era el aire tras la caza el galgo más querido de mi padre y mi pecho que fue deslumbradoramente muerto por un camión de la autopista Y luego el gran dolor que me calmó el dolor de esa primera muerte y tuvo el nombre de una travesía de mi casa a una casa de campo sin mi segunda madre Entré en aquella casa sin luz ni camas ni mi yaya durmiéndome en su capa de viuda ni amigos ni vecinos ni dulces ojos amados al dormirme Se pasó ese dolor a otra tristeza que me vino calmando hasta estallar en otra despedida más cruel y más grave nunca breve Errantes y aparentemente felices nos cambiamos de pueblo y una ceguera lenta se apoderó de mi niñez y de mi hermano Crecimos en pueblos y ciudades y más pueblos emigrantes dejando amigos vecinos y paisajes de fondo oscuro Y sin recuperarme de aquellos perpetuos dolores una vez y otra vez calmados por el último me llegó el sorprendido dolor de la turbia adolescencia Por aquí y por allá se me venía el amor y se me iba un contagio de amores y cadenas de tesoros azules que siempre se escapaban de mis manos Desde el norte hasta el sur tocaba fondo y me calmaba un nuevo amor sobre el dolor del otro De la primera violación al globo de la noche De la primera voluntad al terror de los partos De mi primer esposo al amargo abandono de su huida 9 meses estuve esperando a mi bebé doliéndome hasta el aire de la respiración Girando en la rueda de la noche vine a parar a un pozo de amargura cuando 12 años más tarde él se murió sin conocer a la hija descendida Después murió mi padre Su muerte y su dolor me calmaron el otro y ya este último no no me lo calma nada o acaso la escritura El dolor de escribir que dura eternamente y calma eternamente.


Isla Correyero, Género humano, Inspirar-Expirar Ediciones, Ceutí, 2014, pp. 287-288.

[Acabar], Samuel Beckett

lunes, 10 de marzo de 2014
Sin título, Mark Rothko


   Pero no desespero de poder un día salvarme sin callarme. Y ese día, no sé por qué, podré callarme, podré acabar, lo sé. Sí, ahí reside la esperanza, una vez más, de no hacerme, de no perderme, de seguir aquí, donde me he dicho que estoy desde siempre, pues corría prisa decir algo, acabar aquí sería maravilloso. Pero ¿es de desear? Sí, es de desear, acabar es de desear, acabar sería maravilloso, quienquiera que yo sea, dondequiera que yo esté.


Samuel Beckett, El innombrable, Alianza, Madrid, 2012.

[Imagen], Agustín Fernández Mallo

domingo, 9 de marzo de 2014


[...] si un retoque en una imagen es la expresión de una posibilidad perdida, hay imágenes que expresan la absoluta pérdida.


Agustín Fernández Mallo, Limbo, Alfaguara, Madrid, 2014, p. 208.

[Suave como el peligro...], Leopoldo María Panero

jueves, 6 de marzo de 2014
 Árbol de vida, Gustav Klimt


Suave como el peligro atravesaste un día
con tu mano imposible la frágil medianoche
y tu mano valía mi vida, y muchas vidas
y tus labios casi mudos decían lo que era el pensamiento.
Pasé una noche a ti pegado como a un árbol de vida
porque eras suave como el peligro,
como el peligro de vivir de nuevo


Leopoldo María Panero

Invención del Carnaval, Ramón Gómez de la Serna

martes, 4 de marzo de 2014
Paraíso, Marc Chagall

INVENCIÓN DEL CARNAVAL

   En aquel primer Carnaval del mundo, cuando aún no existían más seres humanos que los que componían la primera pareja, Adán sintió ganas de disfrazarse para dar broma a Eva, y tomando un pámpano, le abrió los dos agujeros de los ojos y lo convirtió en careta. Después envolvió su cuerpo en grandes hojas de tabaco y de esa guisa se dirigió a Eva.
   Eva, un poco sorprendida ante aquella voz de falsete que le preguntaba con insistencia: "¿Quién soy?, ¿quién soy?", respondió:
   —¡Pedro! 

Ramón Gómez de la Serna


Irene Andres-Suárez, Antología del microrrelato español (1906-2011). El cuarto género narrativo, Cátedra, Madrid, 2013, p. 127.

Amor de altura

domingo, 2 de marzo de 2014
Acróbata con ramo de flores, Marc Chagall

AMOR DE ALTURA

   El Circo Kornilenko se dejó en la ciudad un campo de sonrisas sembradas en los niños y a Katia, su trapecista, ahora tenaz labradora de mi interior. Pero, como apagados los focos suele relucir el barro, nuestra relación caminaba con decidido temblor hacia la cuerda floja. Ya no sólo me acertaba el cuchillo del bielorruso: no terminábamos de entendernos sobre la pira en que deberían arder todos los idiomas.
   Aquel vistazo a una azotea logró reconducir la función.
   —Llévame al cielo —bramaron sus pupilas. No repliqué más que con mis manos, rozando sobre el muro el vértigo de su piel, preludio al éxtasis de un abismo inmensurable. Sabiendo nuestras las sábanas del aire, desde entonces buscábamos cualquier muralla, tejado o alféizar para dibujar alas al deseo desgarrado.

   Era apenas un tercero. Con la fogosidad como mordaza al crujido de los escalones, no advertimos que aquella cornisa jugaba a perdurar con la misma solidez de un castillo de naipes. Acunada entre mis brazos y el vacío, su boca se deslizaba por mi pecho, exploradora de una selva en la que sabía cierto el botín. Su pie derecho buscó apoyo más atrás, y sin red, sin el aliento ahogado del público, todo ocurrió muy rápido. Demasiado para regurgitar mis palabras mascadas y gritar que la quería, que la había amado desde que vi sus ojos tristes alumbrar la pintura carcomida del trapecio. Demasiado, también, para impedir que una blancuzca llovizna de placer a destiempo destiñera el lienzo en sangre del asfalto.